jueves, 3 de noviembre de 2011

China y el fin de Europa

China, el paradigma del perfecto país orwelliano y controlador donde los ciudadanos se dedican a su recién ganada posición económica y miran a otro lado en cuestión de derechos humanos y democracia, plantea el eterno, y muy humano, problema de los intereses creados y el vergonzoso eclipse europeo, donde los negocios y los beneficios impidem mantener una postura muchísimo más dura con el país asiático, una nación que frente a Europa juega con la ventaja de no participar de las limitaciones de la democracia y no estar sujeta a la crítica permanente de unos medios de comunicación libres, aspectos los dos que han definido el espacio occidental desde el siglo XVIII con dolorosas y trágicas excepciones.

 Hoy en día ninguna administración, por izquierdista y altermundista que se pretenda, puede exigirle a China reformar su espacio político como en otro tiempo se hizo con cierta dureza contra la Unión Soviética, Sudáfrica, Irak o la propia España de Franco. La paradoja de ser beligerantes contra un país inofensivo como Cuba -a pesar de que su sistema de representación, derechos y economía sea deleznable-, pero ser tolerantes con sistemas totalitarios como el saudí, el chino o parodias de democracia como la Rusia de Putin, y habría que ver hasta qué punto la democracia vigilada japonesa, vuelve a Europa y lo que representa frágil y débil. El hechizo de los valores occidentales que inspiraron en todos los pueblos oprimidos de la tierra a personas como Bolivar, Kemal, Mandela o el propio Gorbachov a tratar de adoptar el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los sistemas políticos restantes, como definía Churchill a la democracia representativa ha desaparecido bajo la descarada avidez de capitales y fuentes de energía que para mantener su estatus vital demandamos los europeos.

 ¿Con qué rostro vamos a exigirles a chinos, indios, brasileños o cualquier otro Estado en desarrollo que es preciso limitar su crecimiento para seguir atendiendo las demandas de la obesa sociedad occidental? Hemos perdido los valores y en el camino lo hemos perdido todo.

miércoles, 26 de octubre de 2011

-El juego-

El juego consistía en el olvido,
en dejarnos para los buenos recuerdos,
alguna memoria distante una noche
junto al mar en conversación con tu nieto,
como quien recuerda al pájaro herido
de cerbatana por su piedra
o la forma inconstante de una nube de verano.
Pero un dios itinerante y vagabundo
hizo de su ato un milagro
y nos volvimos a encontrar
con los mismos ojos
y las mismas legañas
mas con el cuerpo cárdeno:
navajazos, sietes, desgarrones...
Tú dijiste "sé bueno, pórtate bien",
y yo te dije lo mismo.
Así de la oscuridad, volvió la luz;
de lo irreal, se hizo la mañana
y en el silencio se oyó tu risa
como una proa ardiente
avanzando sobre las aguas.

lunes, 24 de octubre de 2011

Mi vida bajo la mirada de ETA (Parte II).

¿Cuántas máscaras puede adoptar en el ajedrez un jugador? Tiene que pensar como un temeroso peón al empezar la partida; decidido si va con blancas, precavido si sale con negras, pero luego ser osado como un alfil, temible si mueve caballo o torre, y finalmente actuar como una despótica reina, señora de la vida y de la muerte, cuando maneja la más importante pieza del tablero: la que acorrala, vence, salta por encima de todo y da el jaque mate fatal. Así es el reino de ETA, lleno de caballeros de coraza y espadas filosas, y de humildes y tranquilos peones hechos de blanco marfil. Algunas de las personas más entrañables e íntegras que he conocido han militado toda su vida en eso que ahora llaman el complejo ETA-Batasuna, pero que hace años era Herri Batasuna, 'Unión Popular', o si se prefiere 'Frente Popular', un partido seguido por humildes trabajadores, muchos de ellos inmigrantes de Galicia, de Extremadura y Andalucía, que no dudaban ante la ola de reconversiones industriales, mentiras oficiales y paro en dar su apoyo en las urnas a la formación.

No diré aquí su nombre, pero mi familia era conocida de un concejal de Herri Batasuna de mi pueblo, Barakaldo. Un día acompañaba a mi padre al Ayuntamiento y coincidimos con él en el ascensor. Se saludaron y bromeando aquel hombre dijo que había que acudir más al Ayuntamiento, que ojalá todos los ciudadanos fueran. "Es la casa del pueblo", remacho con una amplia sonrisa antes de bajarse en su planta. Ahora, cada día que entro en un Ayuntamiento para hacer mi trabajo de reportero, recuerdo esa frase y mis nervios y mi proverbial timidez se atemperan un poco. Me siento más cómodo y tranquilo.

La otra gran persona de la llamada izquierda abertzale que marcó mi vida es el gran Pedro Solabarria, 'Periko' para sus amigos. Ahora sí escribo su nombre con reverencia y afecto. Sacerdote obrero en los años sesenta en el pueblo de Santurtzi, donde gente como mi madre venida de lejos crecía sin un céntimo en sus bolsillos, Perico no dudaba en ir a trabajar a destajo a obras y todo lo que le echaran para darle el dinero a las familias necesitadas. A su mesa nunca faltaba un plato y un trozo de pan a quien así lo pedía. Los niños se colgaban de sus ropas y parecían pájaros prendidos a un maniquí de esparto con su seca figura y una boina calada sobre su inabarcable sonrisa. El año pasado estuve con él, me saludó con afecto y mucha gente se acercaba a él para darle la mano. "No ha hecho más que ayudar", resumió un compañero de profesión de un periódico nada complaciente con los posicionamientos abertzales. Estos son también los rostros cambiantes de Batasuna, sus honrados peones.

Después del asesinato de aquellos tres policías en Zorroza no recuerdo mucho más sobre la actividad armada. Se alejó un poco de mí o yo me alejé para concentrarme en la pérdida del paraíso y la llegada a la adolescencia. Sí recuerdo estar en la Casa del Pueblo de Portugalete tomando unos potes siendo consciente de que allí mismo unos asesinos de Jarrai habían tirando cócteles molotov en 1987 matando a María Teresa Torrano, un ama de casa cuyo único crimen había sido estar en ese mismo lugar donde estaba yo. También recuerdo la expectación levantada en 1992 con la detención de la cúpula de la organización en Bidart y ver por primera vez los telediarios con los ojos del adulto en ciernes que iba a ser tratando de desentrañar qué significaba el encarcelamiento del colectivo Artapalo; a la postre el inicio de la decadencia de ETA. Nunca la máquina de matar volvería a ser tan eficiente, a estar tan engrasada.

La salida del entorno protegido de un apagado colegio religioso donde incluso poníamos el belén, y lo más revolucionario que se podía hacer era colar un caganet, a un instituto con sus reivindicaciones, sus asambleas, sus posicionamientos políticos y sus huelgas supuso toda una experiencia vital y un choque. Yo no lo sabía, pero la hiedra estaba allí, trepando con sus grandes hojas por las paredes de piedra, infiltrándose en las aulas donde por primera vez podía debatir, aprender. Un día era en forma de huelga puntual por la detención de algún miembro de la banda o la muerte de sus 'gudaris' en un tiroteo o al explosionarles el mismo artefacto que iban a colocar en los bajos de un coche. El comisariado político del instituto leía un manifiesto, convocaba una protesta y toda los borregos voluntarios salíamos detrás sin saber muy bien qué estábamos defendiendo, respaldando. Una ambigua mezcla de rebeldía, testorena en marcha y libertad nos embargaba. Como en todo estaban los comprometidos con la causa, la iluminada intelligentsia que ya vestía el uniforme oficial del movimiento: pendiente, camiseta alusiva a los presos o a la libertad de Euskadi, riñonera de marroquinería, lauburu al cuello; y luego los que aprovechábamos la movilización para hacer pira, ir a jugar a las recreativas o empezar a hablar de una de las pasiones más perdurables que me ha quedado de todo aquello: el cine. Despreocupados chavales de 13 y 14 años ajenos al gran lavado de cabeza igual a los discursos de Franco, al rezo por José Antonio de la mañana, a las juras de lealtad a la patria, hablando de Quentin Tarantino y de Stanley Kubrick, de Steven Spielberg y Oliver Stone, de cineastas que abrían puertas a nuestra párvula imaginación y nos sacaban de aquella oscura y húmeda sacristía forjada a base de dogmas, de textos sagrados, de milagros.

Un día, los fieros sacristanes te obligaban a formar por una ocupación policial en la Universidad (de cualquier modo está tan mal que los uniformados entren en una universidad como que alguien te obligue a firmar algo); otro día, la casta sacerdotal te imponía una encerrona o una marcha por los pasillos; al otro, era un sacrificio humano en forma de calladas sonrisas de complicidad. La cristología era variada y dependía de las circunstancias, aunque toda se movía en el ámbito del apoyo a la dama oculta del bosque, seria y dramática, y a sus aguerridos acólitos en las cárceles que el Estado había empezado a diseminar por todo el territorio nacional para, en teoría, evitar que Medea, la devoradora de hijos, los alienara y manipulara a su antojo hasta crear un ejército de bárbaros en sombra. En verdad nadie debería cumplir una pena carcelaria demasiado lejos de sus seres queridos y de su patria chica. No lo dicen las buenas intenciones, lo dice la Ley y el sentido común humanitario, que es más importante que la Ley.

'Presoak etxera' (los presos a casa) se convirtió en el nuevo grito de guerra de la tribu, acompañado por su vistosa enseña donde junto a un mapa de la mítica Euskal Herria de siete herrialdes, el yugo, que cada vez parecía más y más grande, aparecían unas cinéticas flechas reclamando el acercamiento de los encarcelados de ETA a cárceles vascas. Ya he dicho que no es desmedida tal petición, incluso es justa, lo desmedido es la presencia abusiva desde entonces del yugo y flechas por todas partes, símbolo del ojo único de la Judith fanática e insobornable. El haz de luz rojo y frío de HAL en '2001' mientras observa la clínica muerte diseñada por él de los astronautas. Flechas, y yugos en fiestas patronales, en bares y en pañoladas al cuello. Yugo y flechas en partidos de fútbol, en banderas, boinas y trompetas. Flechas y yugos en camisetas de chicas que te gustaban, en colgantes y anillos. Hasta en monedas, en libros, en piercings y tatuados la permanente conciencia de que la mirada del Gran Hermano estaba sobre ti día y noche, en tus momentos de felicidad y de amargura, en tus polvos y en tus fiestas, susurrándote al oído: "No me he ido, te vigilo".

(Continuará)

domingo, 23 de octubre de 2011

Mi vida bajo la mirada de ETA (Parte I).

Nací el 24 de noviembre de 1979. Entonces ETA ya tenía 20 años y, como todo joven, estaba en la flor de la vida. Ese año asesinó a 76 personas, el segundo más sangriento en la historia de la organización, sólo superado por el que habría de venir, donde 89 personas perdieron  la vida a manos de los terroristas. Cuatro días después de mi nacimiento la banda acabó con la vida de tres agentes de la Guardia Civil en un bonito pueblo de Guipúzcoa, Azpeitia. Soy, por tanto, un hijo del plomo, alguien que ha crecido bajo la monopolizadora mirada de ETA.

Crecí y poco a poco ETA empezó a entrar en mi vida. En los bajos de mi propio edificio había a principios de los ochenta un supermercado pequeño, pero bien abastecido. Tenía hasta carnicería y pescadería propias y unas estanterías repletas donde yo me perdía sentado en el asiento abatible del carrito de la compra. Lo regentaban dos socios, Luis y Miguel. Una mañana oí a mis padres comentar que Miguel se había marchado junto a toda su familia porque "los habían amenazado". Sólo años después me enteraría de que ETA les había exigido el pago del llamado 'impuesto revolucionario', una extorsión mafiosa en dinero que entonces alcanzaba incluso a los más modestos tenderos. Miguel no pudo soportar las amenazas y dejó su parte. Un poco más lejos, en el centro de Barakaldo, Ramón, un peluquero al que iba mi padre, también tuvo que cerrar presa de la angustia y del miedo, esa palabra que entonces se fabricaba en nuestras calles en serie y lo llenaba todo de otra palabra cuya producción también podríamos exportar: silencio.

Tuve una infancia muy feliz, es cierto. No fui a los parvulitos hasta los cuatro años y junto a mi prima Janire corría con triciclos por las calles de Portugalete y Santurtzi, donde vivían nuestros abuelos maternos, ajeno a la inacabable cascada de crímenes: 30 en 1981, 36 en 1982, 32 en 1983. Al año siguiente, ocurrió algo que me marcó de manera indeleble. El 23 de febrero de 1984, miembros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas -una escisión de ETA en realidad, lo mismo con otro nombre- asesinaron al senador Enrique Casas en la puerta de su domicilio. Me recuerdo muy niño metido en la cama de mis padres con el cobertor hasta mis ojos oyendo la voz de un locutor de la cadena SER que hablaba desde el lugar de los hechos describiendo un "charco de sangre". Esa es la imagen mental que desde entonces asocio a ETA: los charcos que yo conocía tan bien de nuestros eternos días de lluvia y la sangre roja y espesa que borbotaba de mis heridas de crio un tanto trasto.

Mi padre trabaja desde su juventud en la empresa de autobuses urbanos de la margen izquierda de la ría del Nervión. Los fines de semana mi madre y yo viajábamos desde nuestra casa en Barakaldo a la de mis abuelos en Santurtzi y luego, sobre las ocho de la tarde, volvíamos en autobús. Pero había días que no podíamos. Sonaba el teléfono y era la voz de mi padre desde una cabina telefónica: "han detenido a alguien y nos retiran, luego voy a buscaros con el coche". Una detención de un miembro de ETA era sinónimo de manifestaciones en Bizkaia que desenvocaban en barricadas de fuego, quemas de autobuses y encontronazos con la Policía Nacional que disolvía con contundentes y exageradas cargas las protestas. En una de ellas, en Bilbao, junto a las vías del tren, un grupo de ciudadanos, entre los que estábamos mis padres y yo, nos vimos atrapados en el fuego cruzado. Locos de terror escapamos todos a través de las vías de los pelotazos de goma, de las porras y de las piedras de los manifestantes mientras ametrallaban mis oidos los "Gora ETA militarra", "Gora Euskadi askatatu" como latigazos en la noche. Aún nos veo junto a aquellas personas -madres, personas mayores, niños también- con el rostro desencajado corriendo entre las vías y a mi padre llevándome en volandas bien agarrado contra su pecho, como si huyéramos de un jinete oscuro lleno de odio.

Fines de semana cercado en Santurtzi, el miedo a que un grupo de Jarrai atacara el autobús que conducía mi padre con cócteles Molotov, esa ley no escrita que te decía que ni en la calle ni incluso con la propia familia en Navidad se hablaba de política. Y por supuesto la presencia permanente del caballero de la muerte por todas partes, como una peste silenciosa y oscura que poco a poco hacía desaparecer a los marcados: policías sobre todo, algún que otro político, supuestos chivatos, camellos de poco pelo... Muerto sobre muerto bajo el sirimiri, esa lluvia del norte que cae aquí 300 días al año y que llena este paisaje de una asombrosa y trágica belleza romántica. ETA era la matanza de Vic y la mirada perdida ante el horror de aquel agente de flequillo negro con la frente ensangrentada. Era Irene Villa con sus dos piernas mutiladas gimiendo de dolor en brazos de un hombre. Era un autobús en una plaza madrileña con doce personas muertas en su interior. Era  una bomba que le estallaba a unos militantes cuando iban a ponerla y las esquinas se llenaban de ikurriñas con crespones negros y velas. Era también su reverso tenebroso: la tortura y el GAL, los desaparecidos. Era el nombre de un ceremonial de la muerte con sus esquelas, sus plañideras, sus funerales, con ese inabordable oprobio que te embarga cuando ves un supermercado de Barcelona humeando por un coche-bomba o sabes que un cartero en Renteria ha quedado despedazado por una carta con explosivo que iba dirigida a algún periodista que sólo hacía lo que yo hago ahora. Escribir.

Un día los cascos fúnebres del jinete se acercaron a mí. El 24 de mayo de 1989 una bomba-trampa escondida en el maletero de un coche estacionado junto al ambulatorio de Zorroza estalló segando la vida de un ertzaintza y dos artificieros de la Policía Nacional a los que no les quedó más remedio, como obedientes corderos, que hacer su trabajo y acudir al matadero. Zorroza está cerca del colegio salesiano donde cursé la EGB y la mitad de mi clase vivía allí. Ese mismo día, durante las fiestas en honor a María Auxiliadora, recuerdo las descripciones de mis compañeros al borde del colapso nervioso: la explosión a las siete de la mañana que los había sacado de las camas entre gritos de terror y llanto, huracanes de fuego en la calle, el olor a carne quemada, las manos y piernas que aparecieron en algunos balcones, el ojo mutilado, azul y hermoso, de un hombre en una acera. Un ojo sin párpado abierto del todo mirando sus caras. Lívidos los escuchaba desahogar su temor y luego nos juntamos todos ese mismo día donde creo que dejé de ser niño, perdí la fe para siempre y se nos llenó la cara de tristeza y de ceniza. No he vuelto a rezar en mi vida.

(Continuará).

sábado, 8 de octubre de 2011

-No faltaba nadie-

Estaba la mesa de roble y no faltaba nadie.
Entonces ya estaban enfermos
y tú habías prometido que harías todo lo necesario
para volver a creer en los milagros.
Alicia llamaba todos los días con la esperanza
de que en Bilbao hubiera una cama
que en mis sueños estaba siempre cerca de la ría
donde casi nos ahogamos en 1983,
o en 1978.
Era agosto y hasta la alegría era niña,
¿no te acuerdas?
¡Pero si desede el balcón el sol del agua
llegaba a nuestras rodillas!
Y allí Alicia se reía como una loca.
Ella, que nunca vio las laminak.
Ella, que nunca leyó a Etxepare.
Ella tan seca de ese barro que un Guardia Civil
limpió antes de que lo asesinaran por la espalda.
En fin, pero mira
cómo del fango y de la absoluta falta de milagros,
poco a poco, surgimos nosotros.
Decid que sí, y cerrad los ojos,
a poco que lo penséis
no falta nadie a la mesa de roble.

(Poemas a Alicia)

martes, 4 de octubre de 2011

Lady Gaga y la historia de la belleza

"¡Busquemos la belleza!, se proclamaba desde las radios mientras Lady Gaga salía de un huevo gigantesco en los últimos premios MTV. ¿Existe acaso una historia de la belleza, como escribió Eco? Nuestra imagen pública es tan importante que nos morimos por saber si encajamo0s en cánon occidental de la hermosura. 

El ideal de la belleza objetiva ha estado siempre muy presente desde que los griegos inventaran aquello de la proporción áurea, las medidas del ideal de belleza física y arquitectónica en el que se basan tanto la obra de Fidias como el Coliseo romano, la Victoria de Samotracia como el David de Miguel Ángel. Ese ideal de belleza basado en unas medidas 'doradas' de base poético-científica se mezcló acertadamente con otra proporción de corte más divino, que es la existente en la Biblia, ejemplificada cuando, por ejemplo, Jahvé ordena varias veces las medidas exactas de ciertas construcciones como el Templo de Salomón o el arca de la Alianza.

 Así Europa asimiló en sus raices un principio matemático y otro divino de la belleza que se reflejan con puntillosa geometría en el gótico: nunca la arquitectura y la matemática estuvieron más puestas al servicio de dios y del ideal de la belleza espiritual. ¿Qué había de la temporal? Hubo que esperar al renacimiento y a su hermano oscuro, el barroco, para disfrutar por una parte de cuerpos perfectos y henchidos como el David de Miguel Ángel y las pinturas rafaelitas y, por otro, de torsos desgarrados pero transidos de profunda humanidad que es la imaginería católica que todavía podemos er en nuestras calles en Semana Santa: un sentido de la belleza doloros que prepara otro tránsito más en la idea de lo hermoso.

Si bien el neoclasicismo y los diferentes estilos de belleza de las cortes europeas no ofrecieron nada nuevo bajo el sol a lo visto antes -salvo cierta exageración superflua-, fue la enciclopedia, las luces y la ola secularizadora que recorrió Europa de la mano de las revoluciones liberales la que descubrió la belleza del pueblo, de los sans-culottes y de la clase trabajadora más adelante. Los ojos se vuelven hacia lo históricamente invisible, lo que nunca había sido retratado antes; así se convierte en icono de belleza a la mujer trabajadora, al minero, a la prostituta y al campesino: es el tiempo del romanticismo y su idílica visión de los pueblos originales y del naturalismo y su denuncia socialista de los males de la industrialización que finiquitan un orden natural de lo bello.

 Por otra parte, la vanguardia artística guiada por la estela de la filosofia del siglo XIX y de los avances científicos crea un cánon de belleza diferente. ¿Es bella la fugacidad casi onírica del expresionismo? ¿Son bellas las mujeres angulosamente deformadas de los cuadros de Picasso? ¿Son bellas las exóticas visiones de un Gauguin perdido en el Pacífico? ¿Es bella, por último, acaso la maquinaria descrita por Marinetti y sus amigos modernistas? Tan bella que cuando destroce a los soldados franceses y alemanes en las trincheras de Verdún muchos se echarán la mano a la cabeza y abominarán de la máquina y sus efectos, soñando con volver a los tiempos míticos en que una raza de hombres perfectos y puros, deudores de la belleza áurea original pero divorciados radicalmente de la sombra de dios, volverá a mandar sobre la tierra: son los primeros chispazos del nazismo, que luchó a brazo partido contra la 'cultura degenerada' proveniente para ellos de una conspiración judía en todos los órdenes impulsada por la plutocracia financiera de Estados Unidos.

 A la postre el triunfo político de este país y el de su sociedad multirracial ha venido a asentar el auge de la polisemia de bellezas posibles, donde lo afroamericano se mezcla con la herencia europea sin desdeñar los aportes indígenas originales. Hoy la belleza es menos canónica que nunca. En la fiesta de la globalización muchos son los que siguen lo extravagante como un reverso maléfico y divertido del ideal clásico. Que alguien como Lady Gaga se haya convertido en un icono de estos tiempos dice mucho de nuestra preocupante falta de una idea de la belleza totalizadora.

sábado, 1 de octubre de 2011

-Puñados-

(Poemas a Alicia)

Pequeños puñados de nada
somos tú y yo.
Tu ropa y mi ropa,
tu desnudo y mi arado.
Levantar, ¡cada día!
Y hacer de ese día algo tan tremendo
que cada día,
ese día,
seas tú,
Alicia.
Eso somos
con nuestros paracaidas.
cada a uno a un lado.
Esta es nuestra pequeña faz
en una miga de paraiso

martes, 27 de septiembre de 2011

Mis diez mandamientos literarios.

A petición de la revista 'Granite & Rainbow' escribo mis 'Diez mandamientos literarios', con el ánimo de que nadie los siga si quiere triunfar en el mundo de la escritura.

I-Escribe para fracasar.

II- Si escribes para fracasar, nunca pienses por tanto en hacerte famoso, en que te deseen los hombres, las mujeres o los simios, en ganar dinero, en elevarte sobre la humanidad.

III-A pesar de ello, escribe como si fueras un dictador caribeño.

IV- Los dictadores caribeños no paran mientes en lo que piensen de ellos. Tú nunca tengas en cuenta lo que nadie pueda pensar de lo que escribes.

V- Mejor aún que escribir, lee. Si eres feliz leyendo, no escribas, serás desgraciado.

VI-El mejor libro que vas a leer en tu vida es aquel que te aparte de la realidad por completo, que cree un espacio en el que te aisles y por el que serás odiado por tu familia y seres queridos. Que les den, no saben lo que se pierden. Tú eres mejor que ellos.

VII-Nunca te avergüences de los libros que lees, avergüenzate de los libros que no has leido.

VIII-Presumirás de leer literatura independiente ante los devoradores de best-sellers y de leer superventas ante los pedantes.

IX-Mantente alejado de firmas, encuentros, grupos, talleres y mesas o camas redondas con escritores. La literatura va de la lucha entre un hombre solo y su libro, todo lo demás es pecado, engorda y además es tontería.

X-La literatura no sirve para ligar.

martes, 13 de septiembre de 2011

'El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación'.

'El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación'.

Geoff Emerick y Howard Massey.

Traducción: Ricard Gil Giner.

Ediciones Urano, Barcelona 2011.

412 páginas.


A Geoff Emerick (Londres, 1946), le disgusta que le llamen 'ingeniero de sonido, y así lo proclama un par de veces a lo largo de la autobiografía que publicó en 2006 en comandita con el periodista Howard Massey, y que ahora se ha traducido entre nosotros. Y es que quizá el epíteto que mejor le cuadra es el de 'mago', pues sus manos y de su habilidad para hacer aparecer sonidos de una chistera en un estudio de grabación brotaron dos de los discos más importantes para definir la música moderna del siglo XX: 'Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band' y 'Abbey Road'. Con sólo citar estos dos nombres de más está decir que Emerick fue el responsable del sonido de lo mejor, artísticamente, de la carrera de los Beatles, desde su álbum de 1966 'Revolver' al postrero con la mítica portada del cuarteto alejándose de los estudios de EMI en Londres a través de un paso de peatones. Otra metáfora que Geoffrey-Massey no dudan en emplear en su rico, pletórico y a veces inmensamente evocador libro.

Ausente de la mayor parte de los créditos de los discos originales en LP -espacio reservado para el intimidante y caballeroso productor George Martin-, el humilde artesano Geoff Emerick busca a través de esta autobiografía reivindicar su trabajo sobre los botones de la sala de control de los estudios Abbey Road, su infatigable lucha con micrófonos, grabadoras, mesas de mezcla y altavoces para buscar el sonido innovador, para encontrar en medio de la precariedad de medios absoluta de la época el toque que iba a diferenciar a discos como 'Sgt Pepper's...' de todo lo producido anteriormente en cualquier otra parte del mundo, hasta el punto de convertirse en uno de los iconos del siglo XX más conocidos tras la llegada del hombre a la luna.

Y lo hace no escondiendo en ningún momento las tensiones y pequeñas miserias diarias que su aparentemente idealista trabajo de forjar un mito entre leyendas conllevaba. Más allá de su imagen de jóvenes creadores revolucionarios, los Beatles se presentan en las páginas del ecuánime y objetivo ingeniero como pesonas de difícil trato a veces, que hacen imponer sus decisiones al resto de la humanidad y que, presos de su propia fama, se encierran en los estudios buscando, en palabras de John Lennon, "que los discos salgan de gira por nosotros". En ese sentido, el retrato de 'El sonido de los Beatles' es humano y no elegiaco. El lector se siente un trabajador más de la compañía entre bambalinas asistiendo al milagro de cómo la magia se produce, pero también a las interminables sesiones de madrugada, a las órdenes absurdas de un John Lennon de humor cambiante y al enfermante perfeccionismo de Paul McCartney, capaz de pasarse noches enteras mejorando una y otra vez, hasta el dolor y la sangre, sus líneas de bajo.

A su autor le interesa destacar su trabajo al frente del disco del Sargento Pimienta -que le valió el primero de sus Grammy y que constituye a la postre su legado- y a él le dedica las páginas más inspiradas y geniales, llenas de 'overdubs' -que el traductor no se ha molestado en traducir por el mucho más entendible 'doblado' para el lector en castellano- y de una inspiradora, pero agotadora, busca del perfeccionismo; mientras que describe de un modo tétrico las horas pasadas creando el llamado 'White album', durante cuya producción, agotado y deprimido, el técnico abandonó el estudio desentendiéndose del mismo. Son sus vicisitudes personales las que a veces condiconan sus juicios de valor y su apreciación por ciertos trabajos, pero también para eso se lee una autobiografía. El Emerick personaje apenas es gruñón y se presenta como dispuesto y trabajador. Bajo su aparente objetividad muestra con simpático descaro un favoritsmo hacia Paul McCartney, su obra y su trabajo, mientras que relega con adjetivos poco halagadores la actitud del resto del grupo.

El estilo de Emerick y del periodista Massey, que sin lugar a dudas habrá corregido la mayor parte de los apuntes del ingeniero, tiende a la intimidad, a introducir al lector dentro de los estudios, pero por eso a veces peca también de tomarse ciertas confianzas. Los Beatles de Emerick y Massey guiñan demasiado los ojos, o los ponen en blanco, y a lo largo de sus 412 páginas desarrollan un completo catálogo de cansada mímica para el lector que los convierte casi en actores de cine mudo. La imagen que se da de ellos es la de unos seres que siempre se comunican a hurtadillas y conspiran en un código propio. En el libro también hay demasiadas repeticiones de palabras, dejando aparte la detestable, por abusiva, 'overdub'. Emerick insiste una y otra vez en exponer sus rutinarios procedimientos técnicos buscando no sólo agrandar su papel en la historia de los Beatles, sino transmitir lo principios de un oficio hoy finiquitado en sus formas antiguas por la avalancha digital.

Pero como de las malas grabaciones, los autores saben sacar también de sus defectos petróleo. A cambio todos los interesados en el mundo de la banda de Liverpool encuentran en sus páginas explicaciones detalladas de cómo se grabaron las más importantes canciones del grupo, incluyendo desgloses de sus trucos técnicos. Estos aportes técnicos están salpimentados durante toda la narración por los recuerdos de las conversaciones, actitudes y relaciones entre los cuatro miembros de los Beatles durante los años centrales y finales de su carrera, incluyendo el desgarrador cuadro del fin de su amistad y colaboración que acabaría fagocitando a la banda en abril de 1970. Emerick, desde su cabina de control y con su privilegiada memoria, consigue realmente lo que hasta ahora pocos biógrafos de los Beatles habían logrado: que asistamos en directo al triunfo y ocaso de una banda cuyas canciones forman parte del legado cultural del siglo XX.

Son la cercanía y la mirada a un tiempo adolescente, nostálgica y profesional de Geoff Emerick los que convierten a 'El sonido de los Beatles' en uno de los textos más interesantes dentro de la saturada bibliografía sobre esos cuatro chicos de una ciudad al norte de Inglaterra que armados con sólo tres guitarras y una batería lograron revolucionar la música y las costumbres.

jueves, 8 de septiembre de 2011

En Euskadi no gustan los toros. ¡Qué va!

A algunos de mis paisanos no les ha gustado que la Vuelta Ciclista a España vaya a pasar por Euskadi. A pesar de que aquí la afición a los 'txirrindularis' -ciclistas- es notoria y por toda la geografía hay esparcidas carreras que se coronan una vez al año con una Vuelta Ciclista al País Vasco, que los corredores de 'La Vuelta' pasen por territorio vasco inflama la vena patriótica de mis compatriotos. Tal afrenta, que un pelotón de ciclistas pedaleé en culote, no puede ser tolerada en forma alguna.

Para mostrar su rechazo, a los mismos, es decir, a los de siempre, no se les ha ocurrido mejor idea que imprimir unos carteles en los que se ve a un encorajinado toro con su correspondiente anilla en la nariz, vestido con la bandera nacional y con el pie en el estribo de una bicicleta ante la frontera vasca, donde un simpático letrero dice 'Alde hemendik', lo que bien se podría traducir por un nada amable "largo de aquí". Una imagen rápida de lo español, pensarían, un toro y listo. Que el toro, como todos sabemos bien, es sólo expresión de la degeneración hispana y lo inventaron Franco y la marca Osborne. Olé.

Y la cosa quedaría así, como otro cliché más o menos amenazante, si no existieran los libros de historia vasca, y las enciclopedias, y los lugares donde uno puede viajar y ver las cosas por sí mismo y no a través de los anteojos que otros quieran colocarle. Y es que dejando aparte que las tres capitales vascas tienen su correspondiente plaza de toros, que se llenan hasta la bandera cuando hay feria, las fiestas de nuestros pueblos y la memoria nos dicen que las celebraciones en torno a la figura del astado han sido fundamentales para definir nuestro carácter, quiénes fuimos y quiénes somos.

Así este año pueblos como Otxandio, Azpeitia, Soraluce, Bidania, Zarautz, Elgoibar... (la lista es tan larga que hasta hay una página web especializada, www.sokamuturrak.com) han disfrutado de la soka-muturra o espectáculo en el que una vaca brava o novillo es atado a una soga y soltado por las calles del pueblo para que la gente burle sus cuernos; una costumbre que aparece en el siglo XVIII asociada a los carnavales y que enseguida queda fijada durante las fiestas patronales de cada lugar.

Es tal la afición que se desarrolla que de hecho una palabra hoy tan denostada como 'corrida' proviene de la costumbre de 'correr' que tenían los mozos del norte delante de estas reses, cuya suerte, en la mayor parte de los casos, era la muerte en la plaza del pueblo. 'Idixkuak, 'urruzak' o 'betisoak' son otras tantas otras palabras del euskera para definir los diferentes tipos de reses que actuaban en estos festejos. Prueba de una afición tal que incluso en San Sebastian su supresión en 1902 por motivos de seguridad desembocó en una auténtica batalla campal que requirió del concurso de Guardia Civil y mikeletes para calmar los ánimos después de que se apedreara el Ayuntamiento.

Lo vasco, el toro y la crueldad están tan enraizados que el 'zezensuzko', o toro de fuego llegó a ser posiblemenbte el espectáculo más salvaje que jamás haya tenido lugar en ningún otro rincón de España, en el cual una res brava a la que se ataba una artillería de cohetes y fuegos, abrasado por ella, moría entre las lanzadas y navajazos propinados por los mozos beodos del pueblo. Una carnicería que hasta tiempos de la francesada aún se podía ver en Bayona, en Pamplona y en otros lugares de Las Landas -donde pervive de forma notoriamente rebajada-, y que hoy sólo pervive de forma simbólica donde un figurante se atavía con un disfraz de morlaco -hasta ahí llega nuestra vinculación a los cornúpetas- y una ristra de fuegos de artificio para persiguir a los niños del pueblo.

Si a todo lo dicho le sumamos los encierros, los alanceamientos, la suelta de vaquillas en plazas portátiles, el 'herri kirolak' del arrastre de bueyes, el toro 'de palenque', donde la multitud asesina a golpes a un animal -y que se practicaba en Tudela, por ejemplo-  y la corrida con matarife a pie como ha quedado establecida, alguien ha metido la pezuña hasta el fondo identificando lo español con los bovinos bravos. "Gure osadioengatik dira", dicen todavía hoy en los pueblos vascos cuando se les pregunta por la irracional costumbre de divertirse a costa del sufrimiento de un pobre animal. "Son nuestras tradiciones".

jueves, 1 de septiembre de 2011

La pandilla

Aparcan las bicicletas levantando un fortín curvado en torno a ellos y en ese territorio es donde empieza y acaba el mundo. Son cuatro niños y cinco niñas y todos los días de este verano me los he encontrado apiñados en un par de escalones de la plaza mirándome con ese desdén con el que la infancia siempre mira a la adultez o indiferentes ante mi paso, entregados a un dédalo de conversaciones en las que tratan de desenredar misterios para ellos todavía incomprensibles. El origen del deseo y del dolor.

 Todos viven aún en esa edad donde aunque se es niño, se sabe que se va a dejar de serlo pronto. Tu amigo de juegos se convierte en un par ojos que te miran y que cuchichea luego en un oido, y de repente las chicas aprenden a mantener en su sitio el bies de la falda, a no saltar demasiado a la comba y no subir a los árboles, y los niños, por su parte -aunque más lentos-, van henchiendo el pecho, realizando hazañas como robar cigarrillos del cartón de casa y, si se atreven, fruncir algún que otro beso en los labios nada más, tímido y seco, lleno de babas, de coraje y de miedo.

La pandilla de mi barrio está en esas. Un día se los encuentra uno apiñados en torno a un videojuego, arrebatados como lo estuvimos cualquiera pintando la ruta por donde discurría el tour de las chapas de cerveza, y otro bajan silenciosos con sus bicicletas la cuesta en una extraña formación militar que tiene su vanguardia y su larga linea de intendencia, con los nobles palafreneros siempre cerca de la silla del líder de la manada que no cabalga lejos de la princesa del grupo: una rubia con dos pasadores en el pelo que sonrie complacida de tener cerca al que más le luce el pelo y también al fiel y noble escudero de los ojos brillantes para quien, día tras día, ellaa se va convirtiendo en un inalcanzable faro en el horizonte. Y lo sabe.

Claro que no dejan de ser niños. A veces se pelean y todo vuelve a ser, como en los orígenes, comunitario y justo. El más inteligente propone los juegos, el más fuerte deja ganar al más sensible, las niñas se desgañitan por participar y unida va luego la pandilla de vuelta de los azulejos a la campa o, con una bolsa de pipas, echan toda la tarde en los bancos muy lejos de las playas donde veranean otras pandillas que siguen las mismas reglas nunca escritas.

Ya es septiembre y me temo que el año que viene ya no estén. Uno dirá que por fin sus padres lo pueden llevar al Levante y otros volverán a sus casas del pueblo. Habrá quien tenga que estudiar para pasar la ESO y quien pueda ver cómo el sol se pone teniendo otras manos entre las suyas. De momento, mientras escribo, ya han sacado las bicicletas y se balancean parsimoniosos sobre ellas con los brazos extendidos en el manillar, echados sin ninguna gran idea. Una niña de coleta levanta la mano y saluda a otro miembro de esa fraternidad instintiva de nuestros primeros años que es la pandilla.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Yo también he dicho te querré para siempre

Yo también he dicho te querré para siempre. Recuerdo la primera vez, en Almería, en la playa del barrio del Zapillo, allá por 1988. Era una niña de pelo corto y castaño que bajaba todas las mañanas con sus padres a hacer flanes de arena. Era tan lejana como bonita, tan indiferente como perfecta, y uno de esos días de aquel verano debí decirme la frase por primera vez a mí mismo, murmurada o casi en silencio. Esa frase que todo el mundo ha pronunciado alguna vez deseando que, como en los cuentos y las leyendas, un genio atrapado en una botella pueda hacerla realidad.

Pero te querré para siempre es la frase más mentirosa de la historia del mundo. Algún día habría que fijar con precisión el lugar exacto de su invención, la esquina de una casa cercana a Ur o a la orillas de un lago en el cuerno de África en que alguien, contra toda evidencia, desafió al tiempo y a la vida con la misma eternidad de una mariposa.

Yo también he dicho te querré para siempre al oído, y he mirado a los ojos que me miraban mientras la decía, y he oído a su vez las mismas palabras de unos labios que hoy ni pronunciarían mi nombre. O si lo hacen será para maldecirlo. Pero siempre implica en toda circunstancia, en todo lugar, tan largo como la cansada eternidad.

Todos los enamorados aspiran a que su amor dure. Todos los enamorados creen que nunca nadie en el tiempo ha sentido lo que ellos sienten. Los demás, ese extraño grupo de conspiradores que viven aparte, fríos y mecánicos, sin ojos, ni manos, ni sangre, fuera del círculo de fuego de las caricias y el hueco sonido de los besos.

Yo también he dicho te querré para siempre, pero ahora sé que el amor muere y desaparece, se extingue y no deja más que acíbar en la lengua y el desasosiego de un disgusto con ribetes de traición. Trataré, por tanto, de querer sólo durante esa milésima de segundo que tarda un haz eléctrico en recorrer la red de neustras neuronas llevando la imagen, el perfume y las palabras de la persona a la que queremos. Es, al fin y al cabo, la eternidad más fiable.

El final del verano llegó

El pop nos lleva martirizando desde sus inicios con el tópico del final del verano con su último beso en la playa, su último helado compartido, el último abrazo, la última mirada y la no menos última palabra gritada acompañada de algunas lágrimas. Lo cantaron los Bee Gees, los Everly Brothers e incluso Elvis Presley. En España lo bordó El Duo Dinámico. Casi todas las canciones decentes del género hablan de despedirse y de abandonar lo que se quiere. La música ligera tiene un poso de tristeza y amargura, de vuelta a la alienante realidad donde no brillamos bajo las estrellas.

El pop es, además de melancólico y romántico, asexuado. Los veranos del amor están compuestos de muchos largos besos, de algún que otro tierno abrazo y de interminables y fatigosos paseos por la playa. Se anda mucho en la música veraniega y se fornica poco. Lo explicitamente sexual sigue siendo tabú para estos herederos de los modosos juglares medievales que saturan nuestros sentidos de caricias mientras rompen las olas en la playa -ojo, un verano sin costa no es verano- y de melenas de pelo que siempre ondulan bajo las manos y rielan a la luz de la luna. 

Como en toda narración que se precie el malo malísimo de opereta es el mes de septiembre, un ser despiadado de nombre sonoro cargado de filosas erres que se empeña en llegar después del día 31 de agosto separando para siempre a forjados amores a base de corazones grabados en cortezas de árboles, en volátiles arenas de playa o en forma de cadenas de fantasía que colgar al cuello, sí, lo sabes, para siempre. Septiembre artero y cruel. El único bandido del calendario.

Sólo una cosa ha quedado destruida en la engrasada narrativa del final del verano: las cartas de los enamorados. Internet ha relegado al basurero de la historia al 'Mr. Postman' de los Marvelettes, que ya por mucho que corra jamás podrá ganar al correo electrónico, a la mensajería instantánea y a las redes sociales. Adiós a las cartas perfumadas llenas de desgarradores poemas y alguna que otra lágrima no enjugada. Adiós a los dibujos y la esmerada caligrafía. Adiós a esos nervios cruzados al ir cada mañana al buzón y pelear con los progenitores para mantener el secreto postal.

En el nuevo tiempo, el amor de verano se prolonga en la Red hasta que, inevitablemente, languidece y muere. Hoy más que antes: demasiadas fotos y demasiadas actualizaciones, demasiados comentarios sobre lo bueno que está el nuevo chico de clase y lo bien que se lo pasa uno de fiesta, lo poco que necesitamos a los que están lejos para ser felices. Un amor de verano es como una estación de tren que se va quedando atrás pequeñita y que parece que nunca se va a ir del todo hasta que ya no la vemos. Siempre querremos estar allí y a la vez urgimos a la máquina porque nos deje pronto en casa. Lo bueno de viajar en tren y de todo amor de verano es esa íntima esperanza de que detrás de un recodo aparezca otro apeadero y otro amor, de invierno a poder ser.