lunes, 24 de octubre de 2011

Mi vida bajo la mirada de ETA (Parte II).

¿Cuántas máscaras puede adoptar en el ajedrez un jugador? Tiene que pensar como un temeroso peón al empezar la partida; decidido si va con blancas, precavido si sale con negras, pero luego ser osado como un alfil, temible si mueve caballo o torre, y finalmente actuar como una despótica reina, señora de la vida y de la muerte, cuando maneja la más importante pieza del tablero: la que acorrala, vence, salta por encima de todo y da el jaque mate fatal. Así es el reino de ETA, lleno de caballeros de coraza y espadas filosas, y de humildes y tranquilos peones hechos de blanco marfil. Algunas de las personas más entrañables e íntegras que he conocido han militado toda su vida en eso que ahora llaman el complejo ETA-Batasuna, pero que hace años era Herri Batasuna, 'Unión Popular', o si se prefiere 'Frente Popular', un partido seguido por humildes trabajadores, muchos de ellos inmigrantes de Galicia, de Extremadura y Andalucía, que no dudaban ante la ola de reconversiones industriales, mentiras oficiales y paro en dar su apoyo en las urnas a la formación.

No diré aquí su nombre, pero mi familia era conocida de un concejal de Herri Batasuna de mi pueblo, Barakaldo. Un día acompañaba a mi padre al Ayuntamiento y coincidimos con él en el ascensor. Se saludaron y bromeando aquel hombre dijo que había que acudir más al Ayuntamiento, que ojalá todos los ciudadanos fueran. "Es la casa del pueblo", remacho con una amplia sonrisa antes de bajarse en su planta. Ahora, cada día que entro en un Ayuntamiento para hacer mi trabajo de reportero, recuerdo esa frase y mis nervios y mi proverbial timidez se atemperan un poco. Me siento más cómodo y tranquilo.

La otra gran persona de la llamada izquierda abertzale que marcó mi vida es el gran Pedro Solabarria, 'Periko' para sus amigos. Ahora sí escribo su nombre con reverencia y afecto. Sacerdote obrero en los años sesenta en el pueblo de Santurtzi, donde gente como mi madre venida de lejos crecía sin un céntimo en sus bolsillos, Perico no dudaba en ir a trabajar a destajo a obras y todo lo que le echaran para darle el dinero a las familias necesitadas. A su mesa nunca faltaba un plato y un trozo de pan a quien así lo pedía. Los niños se colgaban de sus ropas y parecían pájaros prendidos a un maniquí de esparto con su seca figura y una boina calada sobre su inabarcable sonrisa. El año pasado estuve con él, me saludó con afecto y mucha gente se acercaba a él para darle la mano. "No ha hecho más que ayudar", resumió un compañero de profesión de un periódico nada complaciente con los posicionamientos abertzales. Estos son también los rostros cambiantes de Batasuna, sus honrados peones.

Después del asesinato de aquellos tres policías en Zorroza no recuerdo mucho más sobre la actividad armada. Se alejó un poco de mí o yo me alejé para concentrarme en la pérdida del paraíso y la llegada a la adolescencia. Sí recuerdo estar en la Casa del Pueblo de Portugalete tomando unos potes siendo consciente de que allí mismo unos asesinos de Jarrai habían tirando cócteles molotov en 1987 matando a María Teresa Torrano, un ama de casa cuyo único crimen había sido estar en ese mismo lugar donde estaba yo. También recuerdo la expectación levantada en 1992 con la detención de la cúpula de la organización en Bidart y ver por primera vez los telediarios con los ojos del adulto en ciernes que iba a ser tratando de desentrañar qué significaba el encarcelamiento del colectivo Artapalo; a la postre el inicio de la decadencia de ETA. Nunca la máquina de matar volvería a ser tan eficiente, a estar tan engrasada.

La salida del entorno protegido de un apagado colegio religioso donde incluso poníamos el belén, y lo más revolucionario que se podía hacer era colar un caganet, a un instituto con sus reivindicaciones, sus asambleas, sus posicionamientos políticos y sus huelgas supuso toda una experiencia vital y un choque. Yo no lo sabía, pero la hiedra estaba allí, trepando con sus grandes hojas por las paredes de piedra, infiltrándose en las aulas donde por primera vez podía debatir, aprender. Un día era en forma de huelga puntual por la detención de algún miembro de la banda o la muerte de sus 'gudaris' en un tiroteo o al explosionarles el mismo artefacto que iban a colocar en los bajos de un coche. El comisariado político del instituto leía un manifiesto, convocaba una protesta y toda los borregos voluntarios salíamos detrás sin saber muy bien qué estábamos defendiendo, respaldando. Una ambigua mezcla de rebeldía, testorena en marcha y libertad nos embargaba. Como en todo estaban los comprometidos con la causa, la iluminada intelligentsia que ya vestía el uniforme oficial del movimiento: pendiente, camiseta alusiva a los presos o a la libertad de Euskadi, riñonera de marroquinería, lauburu al cuello; y luego los que aprovechábamos la movilización para hacer pira, ir a jugar a las recreativas o empezar a hablar de una de las pasiones más perdurables que me ha quedado de todo aquello: el cine. Despreocupados chavales de 13 y 14 años ajenos al gran lavado de cabeza igual a los discursos de Franco, al rezo por José Antonio de la mañana, a las juras de lealtad a la patria, hablando de Quentin Tarantino y de Stanley Kubrick, de Steven Spielberg y Oliver Stone, de cineastas que abrían puertas a nuestra párvula imaginación y nos sacaban de aquella oscura y húmeda sacristía forjada a base de dogmas, de textos sagrados, de milagros.

Un día, los fieros sacristanes te obligaban a formar por una ocupación policial en la Universidad (de cualquier modo está tan mal que los uniformados entren en una universidad como que alguien te obligue a firmar algo); otro día, la casta sacerdotal te imponía una encerrona o una marcha por los pasillos; al otro, era un sacrificio humano en forma de calladas sonrisas de complicidad. La cristología era variada y dependía de las circunstancias, aunque toda se movía en el ámbito del apoyo a la dama oculta del bosque, seria y dramática, y a sus aguerridos acólitos en las cárceles que el Estado había empezado a diseminar por todo el territorio nacional para, en teoría, evitar que Medea, la devoradora de hijos, los alienara y manipulara a su antojo hasta crear un ejército de bárbaros en sombra. En verdad nadie debería cumplir una pena carcelaria demasiado lejos de sus seres queridos y de su patria chica. No lo dicen las buenas intenciones, lo dice la Ley y el sentido común humanitario, que es más importante que la Ley.

'Presoak etxera' (los presos a casa) se convirtió en el nuevo grito de guerra de la tribu, acompañado por su vistosa enseña donde junto a un mapa de la mítica Euskal Herria de siete herrialdes, el yugo, que cada vez parecía más y más grande, aparecían unas cinéticas flechas reclamando el acercamiento de los encarcelados de ETA a cárceles vascas. Ya he dicho que no es desmedida tal petición, incluso es justa, lo desmedido es la presencia abusiva desde entonces del yugo y flechas por todas partes, símbolo del ojo único de la Judith fanática e insobornable. El haz de luz rojo y frío de HAL en '2001' mientras observa la clínica muerte diseñada por él de los astronautas. Flechas, y yugos en fiestas patronales, en bares y en pañoladas al cuello. Yugo y flechas en partidos de fútbol, en banderas, boinas y trompetas. Flechas y yugos en camisetas de chicas que te gustaban, en colgantes y anillos. Hasta en monedas, en libros, en piercings y tatuados la permanente conciencia de que la mirada del Gran Hermano estaba sobre ti día y noche, en tus momentos de felicidad y de amargura, en tus polvos y en tus fiestas, susurrándote al oído: "No me he ido, te vigilo".

(Continuará)

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