domingo, 23 de octubre de 2011

Mi vida bajo la mirada de ETA (Parte I).

Nací el 24 de noviembre de 1979. Entonces ETA ya tenía 20 años y, como todo joven, estaba en la flor de la vida. Ese año asesinó a 76 personas, el segundo más sangriento en la historia de la organización, sólo superado por el que habría de venir, donde 89 personas perdieron  la vida a manos de los terroristas. Cuatro días después de mi nacimiento la banda acabó con la vida de tres agentes de la Guardia Civil en un bonito pueblo de Guipúzcoa, Azpeitia. Soy, por tanto, un hijo del plomo, alguien que ha crecido bajo la monopolizadora mirada de ETA.

Crecí y poco a poco ETA empezó a entrar en mi vida. En los bajos de mi propio edificio había a principios de los ochenta un supermercado pequeño, pero bien abastecido. Tenía hasta carnicería y pescadería propias y unas estanterías repletas donde yo me perdía sentado en el asiento abatible del carrito de la compra. Lo regentaban dos socios, Luis y Miguel. Una mañana oí a mis padres comentar que Miguel se había marchado junto a toda su familia porque "los habían amenazado". Sólo años después me enteraría de que ETA les había exigido el pago del llamado 'impuesto revolucionario', una extorsión mafiosa en dinero que entonces alcanzaba incluso a los más modestos tenderos. Miguel no pudo soportar las amenazas y dejó su parte. Un poco más lejos, en el centro de Barakaldo, Ramón, un peluquero al que iba mi padre, también tuvo que cerrar presa de la angustia y del miedo, esa palabra que entonces se fabricaba en nuestras calles en serie y lo llenaba todo de otra palabra cuya producción también podríamos exportar: silencio.

Tuve una infancia muy feliz, es cierto. No fui a los parvulitos hasta los cuatro años y junto a mi prima Janire corría con triciclos por las calles de Portugalete y Santurtzi, donde vivían nuestros abuelos maternos, ajeno a la inacabable cascada de crímenes: 30 en 1981, 36 en 1982, 32 en 1983. Al año siguiente, ocurrió algo que me marcó de manera indeleble. El 23 de febrero de 1984, miembros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas -una escisión de ETA en realidad, lo mismo con otro nombre- asesinaron al senador Enrique Casas en la puerta de su domicilio. Me recuerdo muy niño metido en la cama de mis padres con el cobertor hasta mis ojos oyendo la voz de un locutor de la cadena SER que hablaba desde el lugar de los hechos describiendo un "charco de sangre". Esa es la imagen mental que desde entonces asocio a ETA: los charcos que yo conocía tan bien de nuestros eternos días de lluvia y la sangre roja y espesa que borbotaba de mis heridas de crio un tanto trasto.

Mi padre trabaja desde su juventud en la empresa de autobuses urbanos de la margen izquierda de la ría del Nervión. Los fines de semana mi madre y yo viajábamos desde nuestra casa en Barakaldo a la de mis abuelos en Santurtzi y luego, sobre las ocho de la tarde, volvíamos en autobús. Pero había días que no podíamos. Sonaba el teléfono y era la voz de mi padre desde una cabina telefónica: "han detenido a alguien y nos retiran, luego voy a buscaros con el coche". Una detención de un miembro de ETA era sinónimo de manifestaciones en Bizkaia que desenvocaban en barricadas de fuego, quemas de autobuses y encontronazos con la Policía Nacional que disolvía con contundentes y exageradas cargas las protestas. En una de ellas, en Bilbao, junto a las vías del tren, un grupo de ciudadanos, entre los que estábamos mis padres y yo, nos vimos atrapados en el fuego cruzado. Locos de terror escapamos todos a través de las vías de los pelotazos de goma, de las porras y de las piedras de los manifestantes mientras ametrallaban mis oidos los "Gora ETA militarra", "Gora Euskadi askatatu" como latigazos en la noche. Aún nos veo junto a aquellas personas -madres, personas mayores, niños también- con el rostro desencajado corriendo entre las vías y a mi padre llevándome en volandas bien agarrado contra su pecho, como si huyéramos de un jinete oscuro lleno de odio.

Fines de semana cercado en Santurtzi, el miedo a que un grupo de Jarrai atacara el autobús que conducía mi padre con cócteles Molotov, esa ley no escrita que te decía que ni en la calle ni incluso con la propia familia en Navidad se hablaba de política. Y por supuesto la presencia permanente del caballero de la muerte por todas partes, como una peste silenciosa y oscura que poco a poco hacía desaparecer a los marcados: policías sobre todo, algún que otro político, supuestos chivatos, camellos de poco pelo... Muerto sobre muerto bajo el sirimiri, esa lluvia del norte que cae aquí 300 días al año y que llena este paisaje de una asombrosa y trágica belleza romántica. ETA era la matanza de Vic y la mirada perdida ante el horror de aquel agente de flequillo negro con la frente ensangrentada. Era Irene Villa con sus dos piernas mutiladas gimiendo de dolor en brazos de un hombre. Era un autobús en una plaza madrileña con doce personas muertas en su interior. Era  una bomba que le estallaba a unos militantes cuando iban a ponerla y las esquinas se llenaban de ikurriñas con crespones negros y velas. Era también su reverso tenebroso: la tortura y el GAL, los desaparecidos. Era el nombre de un ceremonial de la muerte con sus esquelas, sus plañideras, sus funerales, con ese inabordable oprobio que te embarga cuando ves un supermercado de Barcelona humeando por un coche-bomba o sabes que un cartero en Renteria ha quedado despedazado por una carta con explosivo que iba dirigida a algún periodista que sólo hacía lo que yo hago ahora. Escribir.

Un día los cascos fúnebres del jinete se acercaron a mí. El 24 de mayo de 1989 una bomba-trampa escondida en el maletero de un coche estacionado junto al ambulatorio de Zorroza estalló segando la vida de un ertzaintza y dos artificieros de la Policía Nacional a los que no les quedó más remedio, como obedientes corderos, que hacer su trabajo y acudir al matadero. Zorroza está cerca del colegio salesiano donde cursé la EGB y la mitad de mi clase vivía allí. Ese mismo día, durante las fiestas en honor a María Auxiliadora, recuerdo las descripciones de mis compañeros al borde del colapso nervioso: la explosión a las siete de la mañana que los había sacado de las camas entre gritos de terror y llanto, huracanes de fuego en la calle, el olor a carne quemada, las manos y piernas que aparecieron en algunos balcones, el ojo mutilado, azul y hermoso, de un hombre en una acera. Un ojo sin párpado abierto del todo mirando sus caras. Lívidos los escuchaba desahogar su temor y luego nos juntamos todos ese mismo día donde creo que dejé de ser niño, perdí la fe para siempre y se nos llenó la cara de tristeza y de ceniza. No he vuelto a rezar en mi vida.

(Continuará).

1 comentario:

  1. ufff! los pelillos de punta.... espero que ahora "por fin" la paz haya llegado... pero ojala tanto optimismo sea completamente cierto.
    besos

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