miércoles, 31 de agosto de 2011

Yo también he dicho te querré para siempre

Yo también he dicho te querré para siempre. Recuerdo la primera vez, en Almería, en la playa del barrio del Zapillo, allá por 1988. Era una niña de pelo corto y castaño que bajaba todas las mañanas con sus padres a hacer flanes de arena. Era tan lejana como bonita, tan indiferente como perfecta, y uno de esos días de aquel verano debí decirme la frase por primera vez a mí mismo, murmurada o casi en silencio. Esa frase que todo el mundo ha pronunciado alguna vez deseando que, como en los cuentos y las leyendas, un genio atrapado en una botella pueda hacerla realidad.

Pero te querré para siempre es la frase más mentirosa de la historia del mundo. Algún día habría que fijar con precisión el lugar exacto de su invención, la esquina de una casa cercana a Ur o a la orillas de un lago en el cuerno de África en que alguien, contra toda evidencia, desafió al tiempo y a la vida con la misma eternidad de una mariposa.

Yo también he dicho te querré para siempre al oído, y he mirado a los ojos que me miraban mientras la decía, y he oído a su vez las mismas palabras de unos labios que hoy ni pronunciarían mi nombre. O si lo hacen será para maldecirlo. Pero siempre implica en toda circunstancia, en todo lugar, tan largo como la cansada eternidad.

Todos los enamorados aspiran a que su amor dure. Todos los enamorados creen que nunca nadie en el tiempo ha sentido lo que ellos sienten. Los demás, ese extraño grupo de conspiradores que viven aparte, fríos y mecánicos, sin ojos, ni manos, ni sangre, fuera del círculo de fuego de las caricias y el hueco sonido de los besos.

Yo también he dicho te querré para siempre, pero ahora sé que el amor muere y desaparece, se extingue y no deja más que acíbar en la lengua y el desasosiego de un disgusto con ribetes de traición. Trataré, por tanto, de querer sólo durante esa milésima de segundo que tarda un haz eléctrico en recorrer la red de neustras neuronas llevando la imagen, el perfume y las palabras de la persona a la que queremos. Es, al fin y al cabo, la eternidad más fiable.

El final del verano llegó

El pop nos lleva martirizando desde sus inicios con el tópico del final del verano con su último beso en la playa, su último helado compartido, el último abrazo, la última mirada y la no menos última palabra gritada acompañada de algunas lágrimas. Lo cantaron los Bee Gees, los Everly Brothers e incluso Elvis Presley. En España lo bordó El Duo Dinámico. Casi todas las canciones decentes del género hablan de despedirse y de abandonar lo que se quiere. La música ligera tiene un poso de tristeza y amargura, de vuelta a la alienante realidad donde no brillamos bajo las estrellas.

El pop es, además de melancólico y romántico, asexuado. Los veranos del amor están compuestos de muchos largos besos, de algún que otro tierno abrazo y de interminables y fatigosos paseos por la playa. Se anda mucho en la música veraniega y se fornica poco. Lo explicitamente sexual sigue siendo tabú para estos herederos de los modosos juglares medievales que saturan nuestros sentidos de caricias mientras rompen las olas en la playa -ojo, un verano sin costa no es verano- y de melenas de pelo que siempre ondulan bajo las manos y rielan a la luz de la luna. 

Como en toda narración que se precie el malo malísimo de opereta es el mes de septiembre, un ser despiadado de nombre sonoro cargado de filosas erres que se empeña en llegar después del día 31 de agosto separando para siempre a forjados amores a base de corazones grabados en cortezas de árboles, en volátiles arenas de playa o en forma de cadenas de fantasía que colgar al cuello, sí, lo sabes, para siempre. Septiembre artero y cruel. El único bandido del calendario.

Sólo una cosa ha quedado destruida en la engrasada narrativa del final del verano: las cartas de los enamorados. Internet ha relegado al basurero de la historia al 'Mr. Postman' de los Marvelettes, que ya por mucho que corra jamás podrá ganar al correo electrónico, a la mensajería instantánea y a las redes sociales. Adiós a las cartas perfumadas llenas de desgarradores poemas y alguna que otra lágrima no enjugada. Adiós a los dibujos y la esmerada caligrafía. Adiós a esos nervios cruzados al ir cada mañana al buzón y pelear con los progenitores para mantener el secreto postal.

En el nuevo tiempo, el amor de verano se prolonga en la Red hasta que, inevitablemente, languidece y muere. Hoy más que antes: demasiadas fotos y demasiadas actualizaciones, demasiados comentarios sobre lo bueno que está el nuevo chico de clase y lo bien que se lo pasa uno de fiesta, lo poco que necesitamos a los que están lejos para ser felices. Un amor de verano es como una estación de tren que se va quedando atrás pequeñita y que parece que nunca se va a ir del todo hasta que ya no la vemos. Siempre querremos estar allí y a la vez urgimos a la máquina porque nos deje pronto en casa. Lo bueno de viajar en tren y de todo amor de verano es esa íntima esperanza de que detrás de un recodo aparezca otro apeadero y otro amor, de invierno a poder ser.