miércoles, 29 de febrero de 2012

'The artist' se ríe del cine

Guardo en la memoria varias escenas del cine mudo que me acompañan: Abraham Lincoln firmando la autorización para que se construya el ferrocarril que unió Estados Unidos de costa a costa en 'El caballo de hierro', de John Ford; la necesariamente silenciosa modernidad de 'Metrópolis'; unos bárbaros con capuchas latigando negros en 'El nacimiento de una nación', de Griffith; los hambrientos marineros rusos del acorazo Potemkin quitando gorgojos a sus galletas en la película homónima de Serguéi Eisenstein y por supuesto los cortos de Chaplin, Keaton, Lloyd, Laurel y Hardy y demás tropa siempre con una tarta en la mano dispuestos a enchufársela en la jeta a un agente de la porra.

El cine 'mudo' sólo es cine al fin y al cabo. Trata con pesada lentitud tanto las biografías del 'Napoléon' de Abel Gance como el primer Moises de Cecil B. de Mille. De igual manera en él conviven los dramas existencialistas de Pudovkin con el 'joi de vivre' del Hollywood de la década del jazz donde Mary Pickford y Gloria Swanson eran reinas y Rodolfo Valentino el príncipe de ese mundo soñado a los pies de la urbanización 'Hollywoodland' que tan bien retratara Billy Wilder en 'El crepúsculo de los dioses' o directamente ridiculizaran a golpe de coreografía Gene Kelly y Debbie Reynolds en 'Cantando bajo la lluvia' (Stanley Donen, 1952).

Dos películas estas últimas muy relacionadas con la reciente triunfadora en los Óscar, 'The artist'. Una cinta que sólo pasará a la historia por ser la primera película sin sonido que consigue el galardón desde 1928, antes de que 'El cantor de jazz' se llevara por delante al cine mudo para siempre. Y es que ninguno de los citados antes rodaron bajo las reglas de la pantomima porque así vivieran en un arte de atmósfera más pura, sino por una simple limitación técnica: no había manera de sincronizar una banda de sonido con los fotogramas que contenían las imágenes. Y ese es todo el misterio y la grandeza del cine mudo.

Hoy la limitación se ha vuelto pericia técnica. Novedad. Y por todas partes se celebra la vuelta a la cueva original. Como si la pintura medieval fuera de mayor consistencia que la de Velázquez, ese fatuo buscador de perspectivas, espejos y profundidades, o la música de una mancuerna superior a Bach en su humilde fidelidad a los sonidos ancestrales.

'The artist' alberga virtudes en su producción para merecer reconocimientos, pero en realidad no aporta demasiado al cine y su revisitación del mudo, si se compara con los originales, es deformada y burlesca. Convierte al cine anterior a 1929 en una suerte de carrusel de 'slapticks', cuando resulta que este género era sólo una pequeña parte de las producciones de la época. El drama, el cine del oeste, las recreaciones históricas, el género detectivesco e incluso el bíblico ya estaban presentes sin que exista en ninguno de ellos actuaciones tan afectadas, lentejuelas, boas y sonrisas.

En realidad 'The artist' no habla en absoluto del cine mudo sino de la idea del cine mudo que tiene una gran parte del público, el que sólo ha visto las interpretaciones de Chapin o Keaton en los cortos que hoy en día ya te asaltan incluso en los autobuses interurbanos. Con ella se corre el riesgo de borrar de la memoria colectiva la mayor parte del legado cinematográfico antes de la llegada del sonoro. Nadie que se acerque a la riqueza del cine anterior a 1929 con las anteojeras de 'The artist' sabrá apreciar el trabajo de montaje, espectáculo e interpretación de Griffith, la introspección en el alma humana que se hace en una película como 'La madre' o los trucos de prestidigitador que ejecuta Mèllies ante nuestros ojos.

Al igual que toda franquicia para ser consumida compulsivamente, 'The artist' empobrece nuestro paladar, nos ofrece una versión baja en calorías y apta para todos los públicos de una etapa particular del cine. Hoy, aplaudida. Mañana, como otros juguetes rotos que pretendían resucitar cierta tradición cinematográfica para su venta masiva, será olvidada. Ahí está 'Chicago'. Ahí está 'El paciente inglés' o 'Cool Mountain' -el melodrama por el melodrama. ¿Quién se acuerda de ellas? El cine vende entradas, pero no está en venta. La mejor película no es la de ayer, es el que está a punto de estrenarse. Nunca volveremos a Casablanca. Tenemos que seguir mirando adelante.

lunes, 27 de febrero de 2012

No devuelvan el tesoro del Odyssey

Nada más oler el oro los oportunistas reyes Midas han empezado a pedir que el llamado 'tesoro del Odussey' sea devuelto a sus originales dueños, esto es, los americanos de cuyas minas partió hace siglos con destino a España bajo la forma de monedas con la efigie del rey Carlos IV. El procedimiento legal, argumentan, sería que los gobiernos latinoamericanos lo reclamaran al ser los depositarios de la original soberanía indígena, los representantes en el tiempo actual de los mineros que palmaron en las infames minas de Potosí doblando el espìnazo para acuñar los doblones. Cuestión de genética y de legitimidades históricas.

Supongo que no serán los gobiernos latinoamericanos formados por una interesante casta política de mestizos los que harán tal reclamo, porque entonces esas personas, descendientes en muchos casos de españoles, también deberían pagarles a sus oprimidos hermanos de ADN más puro. Para paliar esta afrenta propongo la formación de una sociedad basada en las leyes raciales y en los estatutos de limpieza de sangre. En el extremo más alto estarían aquellos que consiguieran demostrar mediante análisis y documentos no haberse contaminado nunca con la militarista e imperialista raza española. A ellos habría que devolverles el oro y la plata (arrancado supongo de buena parte del arte europeo de los siglos XVII y XVIII, pero qué demonios, ¿quién quiere neoclasicismo pudiendo devolver altares, retablos y joyas a quien realmente pertenecen?), aparte de devengarles intereses acumulados en los últimos 300 o 400 años; en el siguiente escalafón, los que sólo hayan tenido uno o dos cruces con europeos, y de esta manera llegaríamos hasta el mestizo de pura cepa, por no hablar ya del emigrado de otra parte, especialmente si es de Europa, al que reduciríamos a la esclavitud y lo usaríamos de gladiador en algún circo, que también la gens tiene derecho a volver a viejas tradiciones.

 Pero por si esto no fuera suficiente, habría que ver cómo se distribuye esa riqueza dentro del territorio americano, porque no sería justo de entrada que los mexicanos y los peruanos residentes en Cuzco -descendientes a su vez de agresivos imperios militaristas que sojuzgaron a otras nacionalidades- recibieran lo mismo que los pobres pueblos oprimidos que los rodean. De esta forma, los mexicanos de Guerrero, Chiapas y Oaxaca deberían recibir más cantidad de metales que los de la antigua Tenochtitlan -a la que sería preciso devolver a su forma original sopesando el reestablecimiento de los sacrificios humanos, que es lo propio de la 'Venecia' de América-, ya que también tuvieron que sufrir los rigores, manu militari, del ejército mexica; y los argentinos y bolivianos -territorio de expansión de los incas- en compensación por sus incontables sufrimientos pasados.

De esta forma, deshilando la historia como una madeja lista para nuestro divertimento, conseguiremos ser históricamente justos y hacer un buen uso del tesoro que ya no estará nunca en ningún museo para que la gente aprenda el relato histórico de cómo se consiguió y fue acuñado, qué horribles sufrimientos tuvieron que padecer quienes en tales condiciones 'trabajaron', cómo unas nacionaes sojuzharon a otras y las usaron como caja de caudales para mantener a autócratas en el poder. Convertidos en colgantes para oligarcas y anillos de compromiso para la clase alta peruana los doblones callarán para siempre su trágica historia.

miércoles, 25 de enero de 2012

'Gora ETA', baló el rebaño

La escena ocurrió en el sótano primero de la Audiencia Nacional el pasado lunes cuando comenzó el juicio contra tres presuntos terroristas de ETA acusados de asesinar con una bomba lapa al policía nacional Eduardo Puelles en Bilbao. En un momento dado, uno de los acusados, Daniel Pastor -nombre y apellidos ancestralmente vascos-, se volvió hacia parte del público que había viajado a Madrid a arroparlos en su 'mal' trago antye el dictatorial tribunal y en respuesta a sus reiterados gritos de 'Jo Ta Ke' y 'Gora Euskadi Askatuta' les contestó con un sonoro '¡Gora ETA!' que, recogido por los periodistas presentes en la sala, ayer inundó portadas y titulares.

Hay quien dice que esto no es noticia, quien se indigna acusando a los medios de comunicación de hacer propaganda de la organización armada, que lo noticioso hubiera sido que el 'Gora ETA' lo gritara la juez, por ejemplo, o el fiscal, o un madero de los que en uniforme te mandan callar en los juicios y quedan de corchetes del rey ante las cámaras. Y es cierto que un etarra gritando 'Gora ETA' es tan común como un nazi 'Heil Hitler' o uno del Madrid 'Hala, Madrid'. El problema es que estos 'Gora ETA' se acaban convirtiendo en Euskadi, y en otras partes, en amenazas y extorsiones, en bombas que explotan en universidades o debajo del coche de un cocinero que prepara alubias y torreznos para militares, en tiros en la nuca cuando vas con tu hijo al fútbol, en pintadas por pensar diferente, por no plegarte al terror.

 Y por ello no está mal de vez en cuando recordar qué clase de gente es esta, a qué tótem sangriento invocan, cuáles son sus íntimos sueños cuando se van a la cama o se emborrachan. Al fin y al cabo en toda manifestación pública arropada por un rebaño numeroso no sale más que la bestia inmunda que llevamos dentro y escuchar su siniestro balido conjunto es la antesala del infierno donde los hombres ya no somos tal sino res y objetivo y donde, como escribió Dante, más nos vale perder toda esperanza.

jueves, 3 de noviembre de 2011

China y el fin de Europa

China, el paradigma del perfecto país orwelliano y controlador donde los ciudadanos se dedican a su recién ganada posición económica y miran a otro lado en cuestión de derechos humanos y democracia, plantea el eterno, y muy humano, problema de los intereses creados y el vergonzoso eclipse europeo, donde los negocios y los beneficios impidem mantener una postura muchísimo más dura con el país asiático, una nación que frente a Europa juega con la ventaja de no participar de las limitaciones de la democracia y no estar sujeta a la crítica permanente de unos medios de comunicación libres, aspectos los dos que han definido el espacio occidental desde el siglo XVIII con dolorosas y trágicas excepciones.

 Hoy en día ninguna administración, por izquierdista y altermundista que se pretenda, puede exigirle a China reformar su espacio político como en otro tiempo se hizo con cierta dureza contra la Unión Soviética, Sudáfrica, Irak o la propia España de Franco. La paradoja de ser beligerantes contra un país inofensivo como Cuba -a pesar de que su sistema de representación, derechos y economía sea deleznable-, pero ser tolerantes con sistemas totalitarios como el saudí, el chino o parodias de democracia como la Rusia de Putin, y habría que ver hasta qué punto la democracia vigilada japonesa, vuelve a Europa y lo que representa frágil y débil. El hechizo de los valores occidentales que inspiraron en todos los pueblos oprimidos de la tierra a personas como Bolivar, Kemal, Mandela o el propio Gorbachov a tratar de adoptar el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los sistemas políticos restantes, como definía Churchill a la democracia representativa ha desaparecido bajo la descarada avidez de capitales y fuentes de energía que para mantener su estatus vital demandamos los europeos.

 ¿Con qué rostro vamos a exigirles a chinos, indios, brasileños o cualquier otro Estado en desarrollo que es preciso limitar su crecimiento para seguir atendiendo las demandas de la obesa sociedad occidental? Hemos perdido los valores y en el camino lo hemos perdido todo.

miércoles, 26 de octubre de 2011

-El juego-

El juego consistía en el olvido,
en dejarnos para los buenos recuerdos,
alguna memoria distante una noche
junto al mar en conversación con tu nieto,
como quien recuerda al pájaro herido
de cerbatana por su piedra
o la forma inconstante de una nube de verano.
Pero un dios itinerante y vagabundo
hizo de su ato un milagro
y nos volvimos a encontrar
con los mismos ojos
y las mismas legañas
mas con el cuerpo cárdeno:
navajazos, sietes, desgarrones...
Tú dijiste "sé bueno, pórtate bien",
y yo te dije lo mismo.
Así de la oscuridad, volvió la luz;
de lo irreal, se hizo la mañana
y en el silencio se oyó tu risa
como una proa ardiente
avanzando sobre las aguas.

lunes, 24 de octubre de 2011

Mi vida bajo la mirada de ETA (Parte II).

¿Cuántas máscaras puede adoptar en el ajedrez un jugador? Tiene que pensar como un temeroso peón al empezar la partida; decidido si va con blancas, precavido si sale con negras, pero luego ser osado como un alfil, temible si mueve caballo o torre, y finalmente actuar como una despótica reina, señora de la vida y de la muerte, cuando maneja la más importante pieza del tablero: la que acorrala, vence, salta por encima de todo y da el jaque mate fatal. Así es el reino de ETA, lleno de caballeros de coraza y espadas filosas, y de humildes y tranquilos peones hechos de blanco marfil. Algunas de las personas más entrañables e íntegras que he conocido han militado toda su vida en eso que ahora llaman el complejo ETA-Batasuna, pero que hace años era Herri Batasuna, 'Unión Popular', o si se prefiere 'Frente Popular', un partido seguido por humildes trabajadores, muchos de ellos inmigrantes de Galicia, de Extremadura y Andalucía, que no dudaban ante la ola de reconversiones industriales, mentiras oficiales y paro en dar su apoyo en las urnas a la formación.

No diré aquí su nombre, pero mi familia era conocida de un concejal de Herri Batasuna de mi pueblo, Barakaldo. Un día acompañaba a mi padre al Ayuntamiento y coincidimos con él en el ascensor. Se saludaron y bromeando aquel hombre dijo que había que acudir más al Ayuntamiento, que ojalá todos los ciudadanos fueran. "Es la casa del pueblo", remacho con una amplia sonrisa antes de bajarse en su planta. Ahora, cada día que entro en un Ayuntamiento para hacer mi trabajo de reportero, recuerdo esa frase y mis nervios y mi proverbial timidez se atemperan un poco. Me siento más cómodo y tranquilo.

La otra gran persona de la llamada izquierda abertzale que marcó mi vida es el gran Pedro Solabarria, 'Periko' para sus amigos. Ahora sí escribo su nombre con reverencia y afecto. Sacerdote obrero en los años sesenta en el pueblo de Santurtzi, donde gente como mi madre venida de lejos crecía sin un céntimo en sus bolsillos, Perico no dudaba en ir a trabajar a destajo a obras y todo lo que le echaran para darle el dinero a las familias necesitadas. A su mesa nunca faltaba un plato y un trozo de pan a quien así lo pedía. Los niños se colgaban de sus ropas y parecían pájaros prendidos a un maniquí de esparto con su seca figura y una boina calada sobre su inabarcable sonrisa. El año pasado estuve con él, me saludó con afecto y mucha gente se acercaba a él para darle la mano. "No ha hecho más que ayudar", resumió un compañero de profesión de un periódico nada complaciente con los posicionamientos abertzales. Estos son también los rostros cambiantes de Batasuna, sus honrados peones.

Después del asesinato de aquellos tres policías en Zorroza no recuerdo mucho más sobre la actividad armada. Se alejó un poco de mí o yo me alejé para concentrarme en la pérdida del paraíso y la llegada a la adolescencia. Sí recuerdo estar en la Casa del Pueblo de Portugalete tomando unos potes siendo consciente de que allí mismo unos asesinos de Jarrai habían tirando cócteles molotov en 1987 matando a María Teresa Torrano, un ama de casa cuyo único crimen había sido estar en ese mismo lugar donde estaba yo. También recuerdo la expectación levantada en 1992 con la detención de la cúpula de la organización en Bidart y ver por primera vez los telediarios con los ojos del adulto en ciernes que iba a ser tratando de desentrañar qué significaba el encarcelamiento del colectivo Artapalo; a la postre el inicio de la decadencia de ETA. Nunca la máquina de matar volvería a ser tan eficiente, a estar tan engrasada.

La salida del entorno protegido de un apagado colegio religioso donde incluso poníamos el belén, y lo más revolucionario que se podía hacer era colar un caganet, a un instituto con sus reivindicaciones, sus asambleas, sus posicionamientos políticos y sus huelgas supuso toda una experiencia vital y un choque. Yo no lo sabía, pero la hiedra estaba allí, trepando con sus grandes hojas por las paredes de piedra, infiltrándose en las aulas donde por primera vez podía debatir, aprender. Un día era en forma de huelga puntual por la detención de algún miembro de la banda o la muerte de sus 'gudaris' en un tiroteo o al explosionarles el mismo artefacto que iban a colocar en los bajos de un coche. El comisariado político del instituto leía un manifiesto, convocaba una protesta y toda los borregos voluntarios salíamos detrás sin saber muy bien qué estábamos defendiendo, respaldando. Una ambigua mezcla de rebeldía, testorena en marcha y libertad nos embargaba. Como en todo estaban los comprometidos con la causa, la iluminada intelligentsia que ya vestía el uniforme oficial del movimiento: pendiente, camiseta alusiva a los presos o a la libertad de Euskadi, riñonera de marroquinería, lauburu al cuello; y luego los que aprovechábamos la movilización para hacer pira, ir a jugar a las recreativas o empezar a hablar de una de las pasiones más perdurables que me ha quedado de todo aquello: el cine. Despreocupados chavales de 13 y 14 años ajenos al gran lavado de cabeza igual a los discursos de Franco, al rezo por José Antonio de la mañana, a las juras de lealtad a la patria, hablando de Quentin Tarantino y de Stanley Kubrick, de Steven Spielberg y Oliver Stone, de cineastas que abrían puertas a nuestra párvula imaginación y nos sacaban de aquella oscura y húmeda sacristía forjada a base de dogmas, de textos sagrados, de milagros.

Un día, los fieros sacristanes te obligaban a formar por una ocupación policial en la Universidad (de cualquier modo está tan mal que los uniformados entren en una universidad como que alguien te obligue a firmar algo); otro día, la casta sacerdotal te imponía una encerrona o una marcha por los pasillos; al otro, era un sacrificio humano en forma de calladas sonrisas de complicidad. La cristología era variada y dependía de las circunstancias, aunque toda se movía en el ámbito del apoyo a la dama oculta del bosque, seria y dramática, y a sus aguerridos acólitos en las cárceles que el Estado había empezado a diseminar por todo el territorio nacional para, en teoría, evitar que Medea, la devoradora de hijos, los alienara y manipulara a su antojo hasta crear un ejército de bárbaros en sombra. En verdad nadie debería cumplir una pena carcelaria demasiado lejos de sus seres queridos y de su patria chica. No lo dicen las buenas intenciones, lo dice la Ley y el sentido común humanitario, que es más importante que la Ley.

'Presoak etxera' (los presos a casa) se convirtió en el nuevo grito de guerra de la tribu, acompañado por su vistosa enseña donde junto a un mapa de la mítica Euskal Herria de siete herrialdes, el yugo, que cada vez parecía más y más grande, aparecían unas cinéticas flechas reclamando el acercamiento de los encarcelados de ETA a cárceles vascas. Ya he dicho que no es desmedida tal petición, incluso es justa, lo desmedido es la presencia abusiva desde entonces del yugo y flechas por todas partes, símbolo del ojo único de la Judith fanática e insobornable. El haz de luz rojo y frío de HAL en '2001' mientras observa la clínica muerte diseñada por él de los astronautas. Flechas, y yugos en fiestas patronales, en bares y en pañoladas al cuello. Yugo y flechas en partidos de fútbol, en banderas, boinas y trompetas. Flechas y yugos en camisetas de chicas que te gustaban, en colgantes y anillos. Hasta en monedas, en libros, en piercings y tatuados la permanente conciencia de que la mirada del Gran Hermano estaba sobre ti día y noche, en tus momentos de felicidad y de amargura, en tus polvos y en tus fiestas, susurrándote al oído: "No me he ido, te vigilo".

(Continuará)

domingo, 23 de octubre de 2011

Mi vida bajo la mirada de ETA (Parte I).

Nací el 24 de noviembre de 1979. Entonces ETA ya tenía 20 años y, como todo joven, estaba en la flor de la vida. Ese año asesinó a 76 personas, el segundo más sangriento en la historia de la organización, sólo superado por el que habría de venir, donde 89 personas perdieron  la vida a manos de los terroristas. Cuatro días después de mi nacimiento la banda acabó con la vida de tres agentes de la Guardia Civil en un bonito pueblo de Guipúzcoa, Azpeitia. Soy, por tanto, un hijo del plomo, alguien que ha crecido bajo la monopolizadora mirada de ETA.

Crecí y poco a poco ETA empezó a entrar en mi vida. En los bajos de mi propio edificio había a principios de los ochenta un supermercado pequeño, pero bien abastecido. Tenía hasta carnicería y pescadería propias y unas estanterías repletas donde yo me perdía sentado en el asiento abatible del carrito de la compra. Lo regentaban dos socios, Luis y Miguel. Una mañana oí a mis padres comentar que Miguel se había marchado junto a toda su familia porque "los habían amenazado". Sólo años después me enteraría de que ETA les había exigido el pago del llamado 'impuesto revolucionario', una extorsión mafiosa en dinero que entonces alcanzaba incluso a los más modestos tenderos. Miguel no pudo soportar las amenazas y dejó su parte. Un poco más lejos, en el centro de Barakaldo, Ramón, un peluquero al que iba mi padre, también tuvo que cerrar presa de la angustia y del miedo, esa palabra que entonces se fabricaba en nuestras calles en serie y lo llenaba todo de otra palabra cuya producción también podríamos exportar: silencio.

Tuve una infancia muy feliz, es cierto. No fui a los parvulitos hasta los cuatro años y junto a mi prima Janire corría con triciclos por las calles de Portugalete y Santurtzi, donde vivían nuestros abuelos maternos, ajeno a la inacabable cascada de crímenes: 30 en 1981, 36 en 1982, 32 en 1983. Al año siguiente, ocurrió algo que me marcó de manera indeleble. El 23 de febrero de 1984, miembros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas -una escisión de ETA en realidad, lo mismo con otro nombre- asesinaron al senador Enrique Casas en la puerta de su domicilio. Me recuerdo muy niño metido en la cama de mis padres con el cobertor hasta mis ojos oyendo la voz de un locutor de la cadena SER que hablaba desde el lugar de los hechos describiendo un "charco de sangre". Esa es la imagen mental que desde entonces asocio a ETA: los charcos que yo conocía tan bien de nuestros eternos días de lluvia y la sangre roja y espesa que borbotaba de mis heridas de crio un tanto trasto.

Mi padre trabaja desde su juventud en la empresa de autobuses urbanos de la margen izquierda de la ría del Nervión. Los fines de semana mi madre y yo viajábamos desde nuestra casa en Barakaldo a la de mis abuelos en Santurtzi y luego, sobre las ocho de la tarde, volvíamos en autobús. Pero había días que no podíamos. Sonaba el teléfono y era la voz de mi padre desde una cabina telefónica: "han detenido a alguien y nos retiran, luego voy a buscaros con el coche". Una detención de un miembro de ETA era sinónimo de manifestaciones en Bizkaia que desenvocaban en barricadas de fuego, quemas de autobuses y encontronazos con la Policía Nacional que disolvía con contundentes y exageradas cargas las protestas. En una de ellas, en Bilbao, junto a las vías del tren, un grupo de ciudadanos, entre los que estábamos mis padres y yo, nos vimos atrapados en el fuego cruzado. Locos de terror escapamos todos a través de las vías de los pelotazos de goma, de las porras y de las piedras de los manifestantes mientras ametrallaban mis oidos los "Gora ETA militarra", "Gora Euskadi askatatu" como latigazos en la noche. Aún nos veo junto a aquellas personas -madres, personas mayores, niños también- con el rostro desencajado corriendo entre las vías y a mi padre llevándome en volandas bien agarrado contra su pecho, como si huyéramos de un jinete oscuro lleno de odio.

Fines de semana cercado en Santurtzi, el miedo a que un grupo de Jarrai atacara el autobús que conducía mi padre con cócteles Molotov, esa ley no escrita que te decía que ni en la calle ni incluso con la propia familia en Navidad se hablaba de política. Y por supuesto la presencia permanente del caballero de la muerte por todas partes, como una peste silenciosa y oscura que poco a poco hacía desaparecer a los marcados: policías sobre todo, algún que otro político, supuestos chivatos, camellos de poco pelo... Muerto sobre muerto bajo el sirimiri, esa lluvia del norte que cae aquí 300 días al año y que llena este paisaje de una asombrosa y trágica belleza romántica. ETA era la matanza de Vic y la mirada perdida ante el horror de aquel agente de flequillo negro con la frente ensangrentada. Era Irene Villa con sus dos piernas mutiladas gimiendo de dolor en brazos de un hombre. Era un autobús en una plaza madrileña con doce personas muertas en su interior. Era  una bomba que le estallaba a unos militantes cuando iban a ponerla y las esquinas se llenaban de ikurriñas con crespones negros y velas. Era también su reverso tenebroso: la tortura y el GAL, los desaparecidos. Era el nombre de un ceremonial de la muerte con sus esquelas, sus plañideras, sus funerales, con ese inabordable oprobio que te embarga cuando ves un supermercado de Barcelona humeando por un coche-bomba o sabes que un cartero en Renteria ha quedado despedazado por una carta con explosivo que iba dirigida a algún periodista que sólo hacía lo que yo hago ahora. Escribir.

Un día los cascos fúnebres del jinete se acercaron a mí. El 24 de mayo de 1989 una bomba-trampa escondida en el maletero de un coche estacionado junto al ambulatorio de Zorroza estalló segando la vida de un ertzaintza y dos artificieros de la Policía Nacional a los que no les quedó más remedio, como obedientes corderos, que hacer su trabajo y acudir al matadero. Zorroza está cerca del colegio salesiano donde cursé la EGB y la mitad de mi clase vivía allí. Ese mismo día, durante las fiestas en honor a María Auxiliadora, recuerdo las descripciones de mis compañeros al borde del colapso nervioso: la explosión a las siete de la mañana que los había sacado de las camas entre gritos de terror y llanto, huracanes de fuego en la calle, el olor a carne quemada, las manos y piernas que aparecieron en algunos balcones, el ojo mutilado, azul y hermoso, de un hombre en una acera. Un ojo sin párpado abierto del todo mirando sus caras. Lívidos los escuchaba desahogar su temor y luego nos juntamos todos ese mismo día donde creo que dejé de ser niño, perdí la fe para siempre y se nos llenó la cara de tristeza y de ceniza. No he vuelto a rezar en mi vida.

(Continuará).