martes, 27 de septiembre de 2011

Mis diez mandamientos literarios.

A petición de la revista 'Granite & Rainbow' escribo mis 'Diez mandamientos literarios', con el ánimo de que nadie los siga si quiere triunfar en el mundo de la escritura.

I-Escribe para fracasar.

II- Si escribes para fracasar, nunca pienses por tanto en hacerte famoso, en que te deseen los hombres, las mujeres o los simios, en ganar dinero, en elevarte sobre la humanidad.

III-A pesar de ello, escribe como si fueras un dictador caribeño.

IV- Los dictadores caribeños no paran mientes en lo que piensen de ellos. Tú nunca tengas en cuenta lo que nadie pueda pensar de lo que escribes.

V- Mejor aún que escribir, lee. Si eres feliz leyendo, no escribas, serás desgraciado.

VI-El mejor libro que vas a leer en tu vida es aquel que te aparte de la realidad por completo, que cree un espacio en el que te aisles y por el que serás odiado por tu familia y seres queridos. Que les den, no saben lo que se pierden. Tú eres mejor que ellos.

VII-Nunca te avergüences de los libros que lees, avergüenzate de los libros que no has leido.

VIII-Presumirás de leer literatura independiente ante los devoradores de best-sellers y de leer superventas ante los pedantes.

IX-Mantente alejado de firmas, encuentros, grupos, talleres y mesas o camas redondas con escritores. La literatura va de la lucha entre un hombre solo y su libro, todo lo demás es pecado, engorda y además es tontería.

X-La literatura no sirve para ligar.

martes, 13 de septiembre de 2011

'El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación'.

'El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación'.

Geoff Emerick y Howard Massey.

Traducción: Ricard Gil Giner.

Ediciones Urano, Barcelona 2011.

412 páginas.


A Geoff Emerick (Londres, 1946), le disgusta que le llamen 'ingeniero de sonido, y así lo proclama un par de veces a lo largo de la autobiografía que publicó en 2006 en comandita con el periodista Howard Massey, y que ahora se ha traducido entre nosotros. Y es que quizá el epíteto que mejor le cuadra es el de 'mago', pues sus manos y de su habilidad para hacer aparecer sonidos de una chistera en un estudio de grabación brotaron dos de los discos más importantes para definir la música moderna del siglo XX: 'Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band' y 'Abbey Road'. Con sólo citar estos dos nombres de más está decir que Emerick fue el responsable del sonido de lo mejor, artísticamente, de la carrera de los Beatles, desde su álbum de 1966 'Revolver' al postrero con la mítica portada del cuarteto alejándose de los estudios de EMI en Londres a través de un paso de peatones. Otra metáfora que Geoffrey-Massey no dudan en emplear en su rico, pletórico y a veces inmensamente evocador libro.

Ausente de la mayor parte de los créditos de los discos originales en LP -espacio reservado para el intimidante y caballeroso productor George Martin-, el humilde artesano Geoff Emerick busca a través de esta autobiografía reivindicar su trabajo sobre los botones de la sala de control de los estudios Abbey Road, su infatigable lucha con micrófonos, grabadoras, mesas de mezcla y altavoces para buscar el sonido innovador, para encontrar en medio de la precariedad de medios absoluta de la época el toque que iba a diferenciar a discos como 'Sgt Pepper's...' de todo lo producido anteriormente en cualquier otra parte del mundo, hasta el punto de convertirse en uno de los iconos del siglo XX más conocidos tras la llegada del hombre a la luna.

Y lo hace no escondiendo en ningún momento las tensiones y pequeñas miserias diarias que su aparentemente idealista trabajo de forjar un mito entre leyendas conllevaba. Más allá de su imagen de jóvenes creadores revolucionarios, los Beatles se presentan en las páginas del ecuánime y objetivo ingeniero como pesonas de difícil trato a veces, que hacen imponer sus decisiones al resto de la humanidad y que, presos de su propia fama, se encierran en los estudios buscando, en palabras de John Lennon, "que los discos salgan de gira por nosotros". En ese sentido, el retrato de 'El sonido de los Beatles' es humano y no elegiaco. El lector se siente un trabajador más de la compañía entre bambalinas asistiendo al milagro de cómo la magia se produce, pero también a las interminables sesiones de madrugada, a las órdenes absurdas de un John Lennon de humor cambiante y al enfermante perfeccionismo de Paul McCartney, capaz de pasarse noches enteras mejorando una y otra vez, hasta el dolor y la sangre, sus líneas de bajo.

A su autor le interesa destacar su trabajo al frente del disco del Sargento Pimienta -que le valió el primero de sus Grammy y que constituye a la postre su legado- y a él le dedica las páginas más inspiradas y geniales, llenas de 'overdubs' -que el traductor no se ha molestado en traducir por el mucho más entendible 'doblado' para el lector en castellano- y de una inspiradora, pero agotadora, busca del perfeccionismo; mientras que describe de un modo tétrico las horas pasadas creando el llamado 'White album', durante cuya producción, agotado y deprimido, el técnico abandonó el estudio desentendiéndose del mismo. Son sus vicisitudes personales las que a veces condiconan sus juicios de valor y su apreciación por ciertos trabajos, pero también para eso se lee una autobiografía. El Emerick personaje apenas es gruñón y se presenta como dispuesto y trabajador. Bajo su aparente objetividad muestra con simpático descaro un favoritsmo hacia Paul McCartney, su obra y su trabajo, mientras que relega con adjetivos poco halagadores la actitud del resto del grupo.

El estilo de Emerick y del periodista Massey, que sin lugar a dudas habrá corregido la mayor parte de los apuntes del ingeniero, tiende a la intimidad, a introducir al lector dentro de los estudios, pero por eso a veces peca también de tomarse ciertas confianzas. Los Beatles de Emerick y Massey guiñan demasiado los ojos, o los ponen en blanco, y a lo largo de sus 412 páginas desarrollan un completo catálogo de cansada mímica para el lector que los convierte casi en actores de cine mudo. La imagen que se da de ellos es la de unos seres que siempre se comunican a hurtadillas y conspiran en un código propio. En el libro también hay demasiadas repeticiones de palabras, dejando aparte la detestable, por abusiva, 'overdub'. Emerick insiste una y otra vez en exponer sus rutinarios procedimientos técnicos buscando no sólo agrandar su papel en la historia de los Beatles, sino transmitir lo principios de un oficio hoy finiquitado en sus formas antiguas por la avalancha digital.

Pero como de las malas grabaciones, los autores saben sacar también de sus defectos petróleo. A cambio todos los interesados en el mundo de la banda de Liverpool encuentran en sus páginas explicaciones detalladas de cómo se grabaron las más importantes canciones del grupo, incluyendo desgloses de sus trucos técnicos. Estos aportes técnicos están salpimentados durante toda la narración por los recuerdos de las conversaciones, actitudes y relaciones entre los cuatro miembros de los Beatles durante los años centrales y finales de su carrera, incluyendo el desgarrador cuadro del fin de su amistad y colaboración que acabaría fagocitando a la banda en abril de 1970. Emerick, desde su cabina de control y con su privilegiada memoria, consigue realmente lo que hasta ahora pocos biógrafos de los Beatles habían logrado: que asistamos en directo al triunfo y ocaso de una banda cuyas canciones forman parte del legado cultural del siglo XX.

Son la cercanía y la mirada a un tiempo adolescente, nostálgica y profesional de Geoff Emerick los que convierten a 'El sonido de los Beatles' en uno de los textos más interesantes dentro de la saturada bibliografía sobre esos cuatro chicos de una ciudad al norte de Inglaterra que armados con sólo tres guitarras y una batería lograron revolucionar la música y las costumbres.

jueves, 8 de septiembre de 2011

En Euskadi no gustan los toros. ¡Qué va!

A algunos de mis paisanos no les ha gustado que la Vuelta Ciclista a España vaya a pasar por Euskadi. A pesar de que aquí la afición a los 'txirrindularis' -ciclistas- es notoria y por toda la geografía hay esparcidas carreras que se coronan una vez al año con una Vuelta Ciclista al País Vasco, que los corredores de 'La Vuelta' pasen por territorio vasco inflama la vena patriótica de mis compatriotos. Tal afrenta, que un pelotón de ciclistas pedaleé en culote, no puede ser tolerada en forma alguna.

Para mostrar su rechazo, a los mismos, es decir, a los de siempre, no se les ha ocurrido mejor idea que imprimir unos carteles en los que se ve a un encorajinado toro con su correspondiente anilla en la nariz, vestido con la bandera nacional y con el pie en el estribo de una bicicleta ante la frontera vasca, donde un simpático letrero dice 'Alde hemendik', lo que bien se podría traducir por un nada amable "largo de aquí". Una imagen rápida de lo español, pensarían, un toro y listo. Que el toro, como todos sabemos bien, es sólo expresión de la degeneración hispana y lo inventaron Franco y la marca Osborne. Olé.

Y la cosa quedaría así, como otro cliché más o menos amenazante, si no existieran los libros de historia vasca, y las enciclopedias, y los lugares donde uno puede viajar y ver las cosas por sí mismo y no a través de los anteojos que otros quieran colocarle. Y es que dejando aparte que las tres capitales vascas tienen su correspondiente plaza de toros, que se llenan hasta la bandera cuando hay feria, las fiestas de nuestros pueblos y la memoria nos dicen que las celebraciones en torno a la figura del astado han sido fundamentales para definir nuestro carácter, quiénes fuimos y quiénes somos.

Así este año pueblos como Otxandio, Azpeitia, Soraluce, Bidania, Zarautz, Elgoibar... (la lista es tan larga que hasta hay una página web especializada, www.sokamuturrak.com) han disfrutado de la soka-muturra o espectáculo en el que una vaca brava o novillo es atado a una soga y soltado por las calles del pueblo para que la gente burle sus cuernos; una costumbre que aparece en el siglo XVIII asociada a los carnavales y que enseguida queda fijada durante las fiestas patronales de cada lugar.

Es tal la afición que se desarrolla que de hecho una palabra hoy tan denostada como 'corrida' proviene de la costumbre de 'correr' que tenían los mozos del norte delante de estas reses, cuya suerte, en la mayor parte de los casos, era la muerte en la plaza del pueblo. 'Idixkuak, 'urruzak' o 'betisoak' son otras tantas otras palabras del euskera para definir los diferentes tipos de reses que actuaban en estos festejos. Prueba de una afición tal que incluso en San Sebastian su supresión en 1902 por motivos de seguridad desembocó en una auténtica batalla campal que requirió del concurso de Guardia Civil y mikeletes para calmar los ánimos después de que se apedreara el Ayuntamiento.

Lo vasco, el toro y la crueldad están tan enraizados que el 'zezensuzko', o toro de fuego llegó a ser posiblemenbte el espectáculo más salvaje que jamás haya tenido lugar en ningún otro rincón de España, en el cual una res brava a la que se ataba una artillería de cohetes y fuegos, abrasado por ella, moría entre las lanzadas y navajazos propinados por los mozos beodos del pueblo. Una carnicería que hasta tiempos de la francesada aún se podía ver en Bayona, en Pamplona y en otros lugares de Las Landas -donde pervive de forma notoriamente rebajada-, y que hoy sólo pervive de forma simbólica donde un figurante se atavía con un disfraz de morlaco -hasta ahí llega nuestra vinculación a los cornúpetas- y una ristra de fuegos de artificio para persiguir a los niños del pueblo.

Si a todo lo dicho le sumamos los encierros, los alanceamientos, la suelta de vaquillas en plazas portátiles, el 'herri kirolak' del arrastre de bueyes, el toro 'de palenque', donde la multitud asesina a golpes a un animal -y que se practicaba en Tudela, por ejemplo-  y la corrida con matarife a pie como ha quedado establecida, alguien ha metido la pezuña hasta el fondo identificando lo español con los bovinos bravos. "Gure osadioengatik dira", dicen todavía hoy en los pueblos vascos cuando se les pregunta por la irracional costumbre de divertirse a costa del sufrimiento de un pobre animal. "Son nuestras tradiciones".

jueves, 1 de septiembre de 2011

La pandilla

Aparcan las bicicletas levantando un fortín curvado en torno a ellos y en ese territorio es donde empieza y acaba el mundo. Son cuatro niños y cinco niñas y todos los días de este verano me los he encontrado apiñados en un par de escalones de la plaza mirándome con ese desdén con el que la infancia siempre mira a la adultez o indiferentes ante mi paso, entregados a un dédalo de conversaciones en las que tratan de desenredar misterios para ellos todavía incomprensibles. El origen del deseo y del dolor.

 Todos viven aún en esa edad donde aunque se es niño, se sabe que se va a dejar de serlo pronto. Tu amigo de juegos se convierte en un par ojos que te miran y que cuchichea luego en un oido, y de repente las chicas aprenden a mantener en su sitio el bies de la falda, a no saltar demasiado a la comba y no subir a los árboles, y los niños, por su parte -aunque más lentos-, van henchiendo el pecho, realizando hazañas como robar cigarrillos del cartón de casa y, si se atreven, fruncir algún que otro beso en los labios nada más, tímido y seco, lleno de babas, de coraje y de miedo.

La pandilla de mi barrio está en esas. Un día se los encuentra uno apiñados en torno a un videojuego, arrebatados como lo estuvimos cualquiera pintando la ruta por donde discurría el tour de las chapas de cerveza, y otro bajan silenciosos con sus bicicletas la cuesta en una extraña formación militar que tiene su vanguardia y su larga linea de intendencia, con los nobles palafreneros siempre cerca de la silla del líder de la manada que no cabalga lejos de la princesa del grupo: una rubia con dos pasadores en el pelo que sonrie complacida de tener cerca al que más le luce el pelo y también al fiel y noble escudero de los ojos brillantes para quien, día tras día, ellaa se va convirtiendo en un inalcanzable faro en el horizonte. Y lo sabe.

Claro que no dejan de ser niños. A veces se pelean y todo vuelve a ser, como en los orígenes, comunitario y justo. El más inteligente propone los juegos, el más fuerte deja ganar al más sensible, las niñas se desgañitan por participar y unida va luego la pandilla de vuelta de los azulejos a la campa o, con una bolsa de pipas, echan toda la tarde en los bancos muy lejos de las playas donde veranean otras pandillas que siguen las mismas reglas nunca escritas.

Ya es septiembre y me temo que el año que viene ya no estén. Uno dirá que por fin sus padres lo pueden llevar al Levante y otros volverán a sus casas del pueblo. Habrá quien tenga que estudiar para pasar la ESO y quien pueda ver cómo el sol se pone teniendo otras manos entre las suyas. De momento, mientras escribo, ya han sacado las bicicletas y se balancean parsimoniosos sobre ellas con los brazos extendidos en el manillar, echados sin ninguna gran idea. Una niña de coleta levanta la mano y saluda a otro miembro de esa fraternidad instintiva de nuestros primeros años que es la pandilla.