jueves, 1 de septiembre de 2011

La pandilla

Aparcan las bicicletas levantando un fortín curvado en torno a ellos y en ese territorio es donde empieza y acaba el mundo. Son cuatro niños y cinco niñas y todos los días de este verano me los he encontrado apiñados en un par de escalones de la plaza mirándome con ese desdén con el que la infancia siempre mira a la adultez o indiferentes ante mi paso, entregados a un dédalo de conversaciones en las que tratan de desenredar misterios para ellos todavía incomprensibles. El origen del deseo y del dolor.

 Todos viven aún en esa edad donde aunque se es niño, se sabe que se va a dejar de serlo pronto. Tu amigo de juegos se convierte en un par ojos que te miran y que cuchichea luego en un oido, y de repente las chicas aprenden a mantener en su sitio el bies de la falda, a no saltar demasiado a la comba y no subir a los árboles, y los niños, por su parte -aunque más lentos-, van henchiendo el pecho, realizando hazañas como robar cigarrillos del cartón de casa y, si se atreven, fruncir algún que otro beso en los labios nada más, tímido y seco, lleno de babas, de coraje y de miedo.

La pandilla de mi barrio está en esas. Un día se los encuentra uno apiñados en torno a un videojuego, arrebatados como lo estuvimos cualquiera pintando la ruta por donde discurría el tour de las chapas de cerveza, y otro bajan silenciosos con sus bicicletas la cuesta en una extraña formación militar que tiene su vanguardia y su larga linea de intendencia, con los nobles palafreneros siempre cerca de la silla del líder de la manada que no cabalga lejos de la princesa del grupo: una rubia con dos pasadores en el pelo que sonrie complacida de tener cerca al que más le luce el pelo y también al fiel y noble escudero de los ojos brillantes para quien, día tras día, ellaa se va convirtiendo en un inalcanzable faro en el horizonte. Y lo sabe.

Claro que no dejan de ser niños. A veces se pelean y todo vuelve a ser, como en los orígenes, comunitario y justo. El más inteligente propone los juegos, el más fuerte deja ganar al más sensible, las niñas se desgañitan por participar y unida va luego la pandilla de vuelta de los azulejos a la campa o, con una bolsa de pipas, echan toda la tarde en los bancos muy lejos de las playas donde veranean otras pandillas que siguen las mismas reglas nunca escritas.

Ya es septiembre y me temo que el año que viene ya no estén. Uno dirá que por fin sus padres lo pueden llevar al Levante y otros volverán a sus casas del pueblo. Habrá quien tenga que estudiar para pasar la ESO y quien pueda ver cómo el sol se pone teniendo otras manos entre las suyas. De momento, mientras escribo, ya han sacado las bicicletas y se balancean parsimoniosos sobre ellas con los brazos extendidos en el manillar, echados sin ninguna gran idea. Una niña de coleta levanta la mano y saluda a otro miembro de esa fraternidad instintiva de nuestros primeros años que es la pandilla.

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